martes, 10 de noviembre de 2015

Jorge Luis Borges

El Zahir
(El Aleph, 1949)
En Buenos Aires el Zahir es una moneda común de veinte centavos; marcas de navaja o de cortaplumas rayan las letras N T y el número dos; 1929 es la fecha grabada en el anverso. (En Guzerat, a fines del siglo XVIII, un tigre fue Zahir; en Java, un ciego de la mezquita de Surakarta, a quien lapidaron los fieles; en Persia, un astrolabio que Nadir Shah hizo arrojar al fondo del mar; en las prisiones de Mahdí, hacia 1892, una pequeña brújula que Rudolf Carl von Slatin tocó, envuelta en un jirón de turbante; en la aljarra de Córdoba, según Zotenberg, una veta en el mármol de uno de los mil doscientos pilares; en la judería de Tetuán, el fondo de un pozo.) Hoy es el trece de noviembre; el día siete de junio, a la madrugada llegó a mis manos el Zahir; no soy el que era entonces pero aún me es dado recordar; y acaso referir, lo ocurrido. Aún, siquiera parcialmente, soy Borges.
El seis de junio murió Teodelina Villar. Sus retratos, hacia 1930, obstruían las revistas mundanas; esa plétora acaso contribuyó a que la juzgaran muy linda, aunque no todas las efigies apoyaran incondicionalmente esa hipótesis. Por lo demás, Teodelina Villar se preocupaba menos de la belleza que de la perfección. Los hebreos y los chinos codificaron todas las circunstancias humanas; en la Mishnah se lee que, iniciando el crepúsculo del sábado, un sastre no debe salir a la calle con una aguja; en el Libro de los Ritos que un huésped, al recibir la primera copa, debe tomar aire grave y al recibir la segunda, un aire respetuoso y feliz. Análogo, pero más minucioso, era el rigor que se exigía Teodelina Villar. Buscaba, como el adepto de Confucio o el talmudista, la irreprochable corrección de cada acto, pero su empeño era más admirable y más duro, porque las normas de su credo no eran eternas, sino que se plegaban a los azares de París o de Hollywood. Teodelina Villar se mostraba en lugares ortodoxos, a la hora ortodoxa, con atributos ortodoxos, con desgano ortodoxo, pero el desgano, los atributos, la hora los lugares caducaban casi inmediatamente y servirían (en boca de Teodelina Villar) para definición de lo cursi. Buscaba lo absoluto, como Flaubert, pero lo absoluto en lo momentáneo. Su vida era ejemplar y, sin embargo, la roía sin tregua una desesperación interior. Ensayaba continuas metamorfosis, como para huir de sí misma; el color de su pelo y las formas de su peinado eran famosamente inestables. También cambiaban la sonrisa, la tez, el sesgo de los ojos. Desde 1932, fue estudiosamente delgada... La guerra le dio mucho qu epensar. Ocupado París por los alemanes ¿cómo seguir la moda? Un extranjero de quien ella siempre había desconfiado se permitió abusar de su buena fe para venderle una porción de sombreros cilíndricos; al año, se propaló que esos adefesios nunca se habían llevado en París y por consiguiente no eran sombreros, sino arbitrarios y desautorizados caprichos. Las desgracias no vienen solas; el doctor Villar tuvo que mudarse a la calle Aráoz y el retrato de su hija decoró anuncios de cremas y de automóviles. (¡Las cremas que harto se aplicaba, los automóviles que ya no poseía!) Ésta sabía que el buen ejercicio de su arte exigía una gran fortuna; prefirió retirarse a claudicar. Además, le dolía competir con chicuelas insustanciales. El siniestro departamento de Aráoz resultó demasiado oneroso; el seis de junio, Teodelina Villar cometió el solecismo de morir en pleno Barrio Sur. ¿Confesaré que, movido por la más sincera de las pasiones argentinas, el esnobismo, yo estaba enamorado de ella y que su muerte me afectó hasta las lágrimas? Quizá ya lo haya sospechado el lector.
En los velorios, elprogreso de la corrupción hace que el muerto recupere sus caras anteriores. En alguna etapa de la confusa noche del seis, Teodelina Villar fue mágicamente la que fue hace veinte años; sus rasgos recobraron la autoridad que dan la soberbia, el dinero, la juventud, la conciencia de coronar una jerarquía, la falta de imaginación, las limitaciones, la estolidez. Más o menos pensé: ninguna versión de esa cara que tanto me inquietó será la última, ya que pudo ser la primera. Rígida entre las flores la dejé, perfeccionando su desdén por la muerte. Serían las dos de la mañana cuando salí. Afuera, las previstas hileras de casas bajas y de casas de un piso habían tornado ese aire abstracto que suelen tomar en la noche, cuando la sombra y el silencio las simplifican. Ebrio de una piedad cas impersonal, caminé por las calles. En la esquina de Chile y de Tacurí vi un almacén abierto. En aquel almacén, para mí desdicha, tres hombres jugaban al truco.
En la figura que se llama oximoron, se aplica a una palabra un epíteto que parece contradecirla; así los gnósticos hablaron de luz oscura, los alquimistas, de un sol negro. Salir de mi última visita a Teodelina Villar y tomar una caña en un almacén era una especie de oxímoron; su grosería y su facilidad me tentaron. (La circunstancia de que se jugara a los naipes aumentaba el contraste.) Pedí una caña de naranja; en el vuelto me dieron el Zahir; lo miré un instante; salí a la calle tal vez con un principio de fiebre. Pensé que no hay moneda que no sea símbolo de las monedas que sin fin resplandecen en la historia y la fábula. Pensé en el óbolo de Caronte; en el óbolo que pidió Belisario; en los treinta dineros de Judas; en las dracmas de la cortesana Laís; en la anrigua moneda que ofreció uno de los durmientes de Éfeso; en las claras monedas del hechicero de las 1001 Noches, que después eran círculos de papel; en el denario inagotable de Isaac Laquedem; en las sesenta mil piezas de plata, una por cada verso de una epopeya, que Firdusi devolvió a un rey porque no eran de oro; en la onza de oro que hizo clavar Ahab en el mástil; en el florín irreversible de Leopold Bloom; en el luis cuya efigie delató, cerca de Varennes, al fugitivo Luis XVI. Como en un sueño, el pensamiento de que toda moneda permite esas iluestres connotaciones me pareció de vasta, aunque inexplicable, importancia. Recorrí, con creciente velocidad, las calles y las plazas desiertas. El cansancio me dejó en una esquina. Vi una sufrida verja de fierro; detrás vi las baldosas negras y blancas del atrio de la Concepción. Había errado en círculo; ahora estaba a una cuadra del almacén donde me dieron el Zahir.
Doblé; la ochava oscura me indicó, desde lejos, que el almacén ya estaba cerrado. En la calle Belgrano tomé un taxímetro. Insomne, poseído, casi feliz, pensé que nada hay menos material que el dinero, ya que cualquier moneda (una moneda de veinte centavos, digamos) es, en rigor, un repertorio de futuros posibles. El dinero es abstracto, repetí, el dinero es tiempo futuro. Puede ser una tarde en las afueras, puede ser música de Brahms, puede ser mapas, puede ser ajedrez, puede ser café, puede ser las palbras de Epicteto, que enseñan el desprecio del oro; es un Proteo más versátil que el de la isla de Pharos. Es tiempo imprevisible, tiempo de Bergson, no duro tiempo del Islam o del Pórtico. Los deterministas niegan que haya en el mundo un solo hecho posible, id est un hecho que pudo acontecer; una moneda simboliza nuestro libre albedrío. (No sospechaba yo que esos <> eran un artificio contra el Zahir y una primera forma de demoníaco influjo.) Dormí tras de tenaces cavilaciones, pero soñé que yo era las monedas que custodiaba un grifo.
Al otro día resolví que yo había estado ebrio. También resolví librarme de la moneda que tanto me inquietaba. La miré: nada tenía de particular, salvo unas rayaduras. Enterarla en el jardín o esconderla en un rincón de la biblioteca hubiera sido lo mejor, pero yo quería alejarme de su órbita. Preferí perderla. No fui al Pilar, esa mañana, ni al cementerio; fui, en subterráneo, a Constitución y de Constitución a San Juan y Boedo. Bajé impensadamente, en Urquiza; me dirigí aloeste y al sur; barajé, con desorden estudioso, unas cuantas esquinas y en una calle que me pareció igual a todas, entré en un boliche cualquiera, pedí una caña y la pagué con el Zahir. Entrecerré los ojos, detrás de los cristales ahumados; logré no ver los números de las casas ni el nombre de la calle. Esa noche, tomé una pastilla de veronal y dormí tranquilo.
Hasta fines de junio me distrajo la tarea de componer un relato fantástico. Éste encierra dos o tres perifrasis enigmáticas —en lugar de sangre pone agua de la espada; en lugar de oro, lecho de la serpiente— y está escrito en primera persona. El narrador es un asceta que ha renunciado al trato de los hombres y vive en una suerte de páramo. (Gnitaheidr es el nombre de ese lugar.) Dado el candor y la sencillez de su vida, hay quienes lo juzgan un ángel; ello es una piadosa exageración, porque no hay hombre que esté libre de culpa. Sin ir más lejos, él mismo ha degollado a su padre; bien es verdad que éste era un famoso hechicero que se había apoderado, por artes mágicas, de un tesoro infinito. Resguardar el tesoro de la insana codicia de los humanos es la misión a la que ha dedicado su vida; día y noche vela sobre él. Pronto, quizá demasiado pronto, esa vigilia tendrá fin: las estrellas le han dicho que ya se ha forjado la espada que la tronchará para siempre. (Gram es el nombre de esa espada.) En un estilo cada vez más tortuoso, pondera el brillo y la flexibilidad de su cuerpo; en algún párrafo habla distraídamente de escamas; en otro dice que el tesoro que guarda es de oro fulgurante y de anillos rojos. Al final entendemos que el asceta es la serpiente Fafnir y el tesoro en que yace, el de los Nibelungos. La aparición de Sigurd corta bruscamente la historia.
He dicho que la ejecución de esa fruslería (en cuyo decurso intercalé, seudoeruditamente, algún verso de la Fáfnismál) me permitió olvidar la moneda. Noches hubo en que me creí tan seguro de poder olvidarla que voluntariamente la recordaba. Lo cierto es que abusé de esos ratos; darles principio resultaba más fácil que darles fin. En vano repetí que ese abominable disco de niquel no difería de los otros que pasan de una mano a otra mano, iguales, infinitos e inofensivos. Impulsado por esa reflexión, procuré pensar en otra moneda, pero no pude. También recuerdo algún experimento, frustrado, con cinco y diez centavos chilenos, y con un vintén oriental. El dieciséis de julio adquirí una libra esterlina; no la miré durante el día, pero esa noche (y otras) la puse bajo un vidrio de aumento y la estudié a la luz de una poderosa lámpara eléctrica. Después la dibujé con un lápiz, a través de un papel. De nada me valieron el fulgor y el dragón y el San Jorge; no logré cambiar de idea fija.
El mes de agosto, opté por consultar a un psiquiatra. No le confié toda mi ridícula historia; le dije que el insomnio me atormentaba y que la imagen de un objeto cualquiera solía perseguirme; la de una ficha o la de una moneda, digamos... Poco después, exhumé en una librería de la calle Sarmiento un ejemplar de Urkunden zur Geschichte der Zahirsage (Breslau, 1899) de Julius Barlach.
En aquel libro estaba declarado mi mal. Según el prólogo, el autor se propuso “reunir en un solo volumen en manuable octavo mayor todos los documentos que se refieren a la superstición del Zahir, incluso cuatro piezas pertenecientes al archivo de Habicht y el manuscrito original de informe de Philip Meadows Taylor”. La creencia en el Zahir es islámica y data, al parecer, del siglo XVIII. (Barlach impugna los pasajes que Zotenberg atribuye a Abulfeda.) Zahir, en árabe, quiere decir notorio, visible; en tal sentido, es uno de los noventa y nueve nombres de Dios; la plebe, en tierras musulmanas, lo dice de <>. El primer testimonio incontrovertido es el del persa Lutf Alí Azur. En las puntuales páginas de la enciclopedia biográfica titulada Templo del Fuego, ese polígrafo y derviche ha narrado que en un colegio de Shiraz hubo un astrolabio de cobre, “construido de tal suerte que quien lo miraba una vez no pensaba en otra cosa y así el rey ordenó que lo arrojaran a lo más profundo del mar, para que los hombres no se olvidaran del universo”. Más dilatado es el informe de Meadow Taylos, que sirvió al nizam de Haidarabad y compuso la famosa novela Confessions of a Thug. Hacia 1832, Taylor oyó en los arrabales de Bhuj la desacostumbrada locución “Haber visto al Tigre” (Verily he has looked on the Tiger) para significar la locura o la santidad. Le dijeron que la referencia era a un tigre mágico, que fue la perdición de cuantos lo vieron, aun de muy lejos, pues todos continuaron pensando en él, hasta el fin de sus días. Alguien dijo que uno de esos desventurados había huido a Mysore, donde había pintado en unpalacio la figura del tigre. Años depsués, Taylor visitó las cárceles de ese reino; en la de Nithur el gobernador le mostró una celda, en cuyo piso, en cuyos muros, y en cuya bóveda un faquir musulmán había diseñado (en bárbaros colores que el tiempo, antes de borrar, afinaba) una especie de tigre infinito. Ese tigre estaba hecho de muchos tigres, de vertiginosa manera; lo atravesaban tigres, estaba rayado de tigres, incluía mares e Himalayas y ejércitos que parecían otros tigres. El pintor había muerto hace muchos años, en esa misma celda; venía de Sind o acaso de Guzerat y su propósito inicial había sido trazar un mapamundi. De ese propósito quedaban vestigios en la monstruosa imagen. Taylor narró la historia a Muhammad Al-Yemení, de Fort William; éste le dijo que no había criatura en el orbe que no propendiera a Zaheer[1], pero que el Todomisericordioso no deja que dos cosas lo sean a un tiempo, ya que una sola puede fascinar muchedumbres. Dijo que siempre hay un Zahir y que en la Edad de la Ignorancia fue elídolo que se llamó Yaúq y después el profeta del Jorasán, que usaba un velo recamado de piedras o una máscara de oro[2]. También dijo que Dios es inescrutable.
Muchas veces leí la monografía de Barlach. Yo desentraño cuáles fueron mis sentimientos; recuerdo la desesperación cuando comprendí que ya nada me salvaría, el intrínseco alivio de saber que yo no era culpable de mi desdicha, la envidia que me dieron aquellos hombres cuyo Zahir no fue una moneda sino un trozo de mármol o un tigre. Qué empresa fácil no pensar en un tigre, reflexioné. También recuerdo la inquietud singular con que leí este párrafo: “Un comentador del Gulshan i Raz dice que quien ha visto al Zahir pronto verá la Rosa y alega un verso interpolado en el Asrar Nama (Libro de las cosas que se ignoran) de Attar: el Zahir es la sombra de la Rosa y la rasgadura del Velo”.
La noche que velaron a Teodelina, me sorprendió no ver entre los presentes a la señora de Abascal, su hermana menor. En octubre, una amiga suya me dijo:
—Pobre Julita, se había puesto rarísima y la internaron en el Bosch. Cómo las postrará a las enfermeras que le dan de comer en la boca. Sigue dele temando con la moneda, idéntica al chauffeur de Morena Sackmann.
El tiempo, que atenúa los recuerdos, agrava el del Zahir. Antes yo me figuraba el anverso y después el reverso; ahora, veo simultáneamente los dos. Ello no ocurre como si fuera de cristal el Zahir, pues una cara no se superpone a la otra; más bien ocurre como si la visión fuera esférica y el Zahir campeara en el centro. Lo que no es el Zahir me llega tamizado y como lejano: la desdeñosa imagen de Teodelina, el dolor físico. Dijo Tennyson que si pudiéramos comprender una sola flor sabríamos quiénes somos y qué es el mundo. Tal vez quiso decir que no hay hecho, por humilde que sea, que no implique la historia universal y su infinita concatenación de efectos y causas. Tal vez quiso decir que el mundo visible se da entero en cada representación, de igual manera que la voluntad, según Schopenhauer, se da entera en cada sujeto. Los cabalistas entendieron que el hombre es un microcosmo, un simbólico espejo del universo; todo, según Tennyson, lo sería. Todo, hasta el intolerable Zahir.
Antes de 1948, el destino de Julia me habrá alcanzado. Tendrán que alimentarme y vestirme, no sabré si es de tarde o de mañana, no sabré quién fue Borges. Calificar de terrible ese porvenir es una falacia, ya que ninguna de sus circunstancias obrará para mí. Tanto valdría mantener que es terrible el dolor de un anestesiado a quien le abren el cráneo. Ya no percibiré el universo, percibiré el Zahir. Según la doctrina idealista, los verbos vivir y soñar son rigurosamente sinónimos; de miles de apariencias pasaré a una; de un sueño muy complejo a unsueño muy simple. Otros soñarán que estoy loco y yo con el Zahir. Cuando todos los hombres de la tierra piensen, día y noche, en el Zahir, ¿cuál será un sueño y cuál una realdad, la tierra o el Zahir?
En las horas desiertas de la noche aún puedo caminar por las calles. El alba suele sorprenderme en un banco de la plaza Garay, pensando (procurando pensar) en aquel pasaje del Asrar Nama, donde se dice que Zahir es la sombra de la Rosa y la rasgadura del Velo. Vinculo ese dictamen a esa noticia: Para perderse enDios, los sufíes repiten su propio nombre o los noventa y nueve nombres divinos hasta que éstos ya nada quieren decir. Yo anhelo recorrer esa senda. Quizá yo acabe por gastar el Zahir a fuerza de pensarlo y de repensarlo, quizá detrás de la moneda esté Dios.

A Wally Zenner.


[1] Así escribe Taylor esa palabra.

[2] Barlach observa que Yaúq figura en Alcorán (LXXXI, 23) y que el profeta es Al-Moqanna (El Velado) y que nadie, fuera del sorprendente corresponsal Philip Meadows Taylor, los ha vinculado al Zahir.

El Zahir
De Wikipedia, la enciclopedia libre 

Para otros usos de este término, véase El Zahir (desambiguación). 
El Zahir es un cuento del escritor argentino Jorge Luis Borges que integra El Aleph, colección de cuentos y relatos publicada en 1949.
Este cuento fue publicado originalmente en Los anales de Buenos Aires, año 2, número 17, julio de 1947 (páginas 30-37). Los anales de Buenos Aires era una revista fundada en 1946 por la institución que llevaba el mismo nombre.
Borges se referiría en muchas ocasiones a este cuento cuando debía explicar el proceso de la escritura. Sostuvo en distintas conferencias que el texto había nacido de una reflexión alrededor de la palabra inglesa unforgettable (inolvidable). ¿Qué sucedería si algo fuera efectivamente inolvidable?, pensaba el escritor, y suponía que en esa circunstancia sería imposible pensar en otra cosa que no fuera el objeto inolvidable.
La palabra zahir se refiere en el cuento a una expresión de origen árabe que "quiere decir notorio, visible; en tal sentido es uno de los noventa y nueve nombres de Dios".
El poder que ejerce un objeto sobre las personas es un tópico que Borges retoma en distintas ocasiones a lo largo de su obra. Un ejemplo es el cuento El libro de arena, de 1979, donde también se encuentran otros recursos de El Zahir, como la forma en que se deshace del objeto fantástico.

El cuento comienza con una enumeración de objetos que han sido el Zahir: una moneda de 20 centavos en Buenos Aires, un tigre en Guzerat en el siglo XVIII, un astrolabio en Persia, una brújula en el siglo XIX, una veta en el mármol de un pilar en la aljama de Córdoba, el fondo de un pozo en Tetuán.
La historia es relatada en primera persona; el narrador-protagonista lleva el mismo nombre que el autor empírico (Borges). Dice estar escribiendo esta historia cinco meses después de haber encontrado el Zahir, hecho acaecido un 7 de junio luego de asistir al velorio de Teodelina Villar. Ya en el comienzo del relato se percibe el influjo que el objeto tuvo sobre el personaje.
Teodelina Villar había sido un símbolo de la moda de quien el personaje había estado enamorado. Teodelina representa lo efímero, lo fugaz, lo perenne, que contrasta con lo inmutable del Zahir.
Borges recibe el Zahir como vuelto por el pago de una bebida alcohólica, una caña; se trata de una moneda de veinte centavos que estudia brevemente y que gradualmente comienza a ocupar su pensamiento. Al día siguiente se deshace de ella al darla en pago de una caña en un almacén distinto, cuyo paradero se esfuerza en ignorar.
Obsesionado por esa moneda, Borges encuentra distintas referencias históricas del Zahir, acompañadas de meditaciones de características místicas o religiosas.
El Zahir irá ocupando cada vez con más intensidad todos su pensamientos, hasta que llegará el momento en que Borges prevé que dejará de percibir el universo para contemplar únicamente el Zahir.



   

"El Zahir"

Completa, junto a La escritura del dios y El Aleph, el trío de relatos tejidos en torno al tema del microcosmos panteísta. Enmarcado en una historia trivial —la de Teodolina Villar—, Borges desarrolla un tema transcendente: algún objeto del universo tiene propiedades absolu­tas. Protagonista de su propio cuento, Borges lo es­cribe cuando “aún, siquiera parcialmente, soy Bor­ges”. Se resume a continuación el contenido del cuen­to, párrafo por párrafo: 

1. Enumeración de las distintas apariencias que el Zahir ha tomado a lo largo de la historia y de la geografía. 

2. Brusca introducción del tema Teodolina Villar: “El seis de junio murió Teodolina Villar”. Descripción irónica de la muchacha, bella, insustan­cial, seguidora servil de la moda. 

3. Descripción del velatorio de Teodolina, sin que falte alguna observación genérica, como es frecuente en el autor: “En los velorios, el progreso de la corrupción hace que el muerto recupere sus caras an­teriores”. 

4‑5. A la salida del velatorio, de madrugada, el narrador recibe el Zahir como cambio de la consumición que hace en un bar. Reflexión acerca de las monedas: “Pensé que no hay moneda que no sea símbolo de las monedas que sin fin resplandecen en la historia y en la fábula. Pensé en el óbolo de la viu­da; en el óbolo que pidió Belisario; en los treinta dineros de Judas (...)”. Primeras alusiones al influ­jo del Zahir. (Borges introduce sabiamente los argen­tinismos dentro del castellano más cosmopolita. En estos dos párrafos hay no menos de seis localismos: 'almacén', por bar; 'truco', juego de taberna; 'cua­dra', por manzana de casas; 'vuelto', por vuelta o cambio; 'caña de naranja', etc.). 

6‑9. Se desprende de la moneda, en un intento de liberarse de su influjo, que no conocemos todavía con detalle, pero que adivinamos maléfico. El gesto re­sulta vano: la imagen de la moneda, ahora claramente, le obsesiona y le persigue. 

10‑11. Un libro de Julius Barlach le desvela la na­turaleza de su mal. En ese libro se mencionan “todos los documentos que se refieren a la superstición del Zahir”, muchos de los cuales son descritos. “Muchas veces leí la monografía de Barlach. No desentraño cuáles fueron mis sentimientos; recuerdo la desesperación cuando comprendí que ya nada me salvaría...” Adivinamos que la naturaleza del malefi­cio está en la imposibilidad de dejar de pensar en el objeto‑Zahir. 

12‑14. Reaparece el tema Teodolina Villar. Es posi­ble que otra persona sea también objeto del malefi­cio. El tema central es relanzado, ahora de forma na­rrativa: “El tiempo, que atenúa los recuerdos, agrava el del Zahir. Antes, yo me figuraba el anverso, y después el reverso; ahora, veo simultáneamente los dos”. “Antes del 1948 (...) ya no percibiré el uni­verso, percibiré el Zahir”. 

15. Termina el relato con un salto de lo concreto a lo abstracto. “En las horas desiertas de la noche aún puedo caminar por las calles” (el adjetivo 'desier­tas', que debería calificar a calles —son las que están sin gente— ha sido desplazado a 'horas'. Es un recurso estilístico llamado hipalage, utilizado a ve­ces por Borges con un sentido muy literario, de efec­to desrealizador). El salto a lo abstracto se da en el desenlace. “Quizá yo acabe por gastar el Zahir a fuerza de pensarlo y de repensarlo; quizá detrás de la moneda está Dios”. La moneda es símbolo del uni­verso y, por lo mismo, en cierto modo —dentro de esta óptica—, de Dios.


El Aleph 

La estructura narrativa del relato que da nombre al volumen es análoga a la de El Zahir: dentro de la narración de algo trivial —la muerte de Beatriz Vi­terbo y las fatuas pretensiones de su primo, Carlos Argentino— se coloca el episodio trascendental de la contemplación del Aleph. Este es un microcosmos, “uno de los puntos del espacio que contienen todos los puntos”. 

Inicia el relato la mención de la muerte de Bea­triz Viterbo, acaecida años antes del episodio cen­tral, y lo cierra una postdata ficticiamente poste­rior a la redacción del cuento: hay, pues, tres puntos de referencia cronológicos. 

Borges, que aparece como protagonista narrador, evoca a la Bella Beatriz, de la que anduvo semienamo­rado. Era una bonaerense de ascendencia italiana. Con la de la mujer, se mezcla la descripción-presentación de su primo, Carlos Argentino, “rosado, considerable, canoso, de rasgos finos. Ejerce no sé qué cargo subalterno en una biblioteca ilegible en los arrabales del sur; es autoritario, pero también es ineficaz (...). Su actividad mental es continua, apasionada, versátil y del todo insignificante”. Este tipo, presentado con tan fino sarcasmo, es, además, autor de un poema infinito y pretencioso “que se ti­tulaba La Tierra; tratábase de una descripción del planeta, en la que no faltaban, por cierto, la pintoresca disgresión y el gallardo apóstrofe”, apostilla con ironía Borges. 

Una cuarta parte del cuento está destinada a iro­nizar sobre el poeta y su “pedantesco fárrago”. A la mitad del texto es introducido el tema Aleph: Carlos Argentino participa a Borges su tribulación por el anuncio del derribo de la casa familiar que él habi­ta, y, al paso, le hace la confidencia de que en el sótano de la vivienda amenazada hay un Aleph. Acepta mostrárselo a Borges. Aquí hay una introducción moro­samente retardada: larga espera en la casa; miedo a ser burlado, preparación en el sótano. Finalmente se describe la contemplación del microcosmos: “Cerré los ojos, los abrí. Entonces vi el Aleph. Arribo, ahora, al inefable centro de mi relato; empieza, aquí, mi desesperación de escritor (...). El problema central es irresoluble: la enumeración, siquiera parcial, de un conjunto infinito. En ese instante gigantesco, he visto millones de actos deleitables o atroces; ningu­no me asombró como el hecho de que todos ocuparan el mismo punto, sin superposición y sin transparencia. Lo que vieron mis ojos fue simultáneo: lo que transcribiré, sucesivo, porque el lenguaje lo es (...). Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muche­dumbres de América (...), vi las sombras oblicuas de unos helechos en el suelo de un invernadero, vi ti­gres, émbolos, bisontes, marejadas y ejércitos, vi todas las hormigas que hay en la tierra...” 

Apenas hay consecuencias de esta visión: “temí que no quedara una sola cosa capaz de sorprenderme, temí que no me abandonara jamás la impresión de volver. Felizmente, al cabo de unas noches de insomnio, me trabajó otra vez el olvido”. 

La “postdata” de 1943 retoma los dos temas del cuento: Carlos Argentino ha visto su ridículo poema editado y premiado. En cuanto al Aleph, añade algunos datos eruditos y la desconcertante opinión de que “el Aleph de la calle Garay era un falso Aleph”. Da especiosas razones que atrapan al lector en un deliberado juego de despropósitos. Cierra la “postdata” con la melancólica frase final: “Nuestra mente es porosa para el olvido; yo mismo estoy falseando y perdiendo, bajo la trágica erosión de los años, los rasgos de Beatriz”. 

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