Cuentos
Cuento n°1
Esquina peligrosa
Marco Denevi
El señor Epidídimus, el magnate de las finanzas, uno de los hombres más ricos del mundo, sintió un día el vehemente deseo de visitar el barrio donde había vivido cuando era niño y trabajaba como dependiene de almacén.
Le ordenó a su chofer que lo condujese hasta aquel barrio humilde y remoto. Pero el barrio estaba tan cambiado que el señor Epidídimus no lo reconoció. En lugar de calles de tierra había bulevares asfaltados, y las míseras casitas de antaño habían sido reemplazadas por torres de departamentos.
Al doblar una esquina vio el almacén, el mismo viejo y sombró almacén donde él había trabajado como dependiente cuando tenía doce años.
-Deténgase aquí. -le dijo al chofer. Descendió del automóvil y entró en el almacén. Todo se conservaba igual que en la época de su infancia: las estanterías, la anticuada caja registradora, la balanza de pesas y, alrededor, el mudo asedio de la mercadería.
El señor Epidídimus percibió el mismo olor de sesenta años atrás: un olor picante y agridulce a jabón amarillo, a aserrín húmedo, a vinagre, a aceitunas, a acaroína. El recuerdo de su niñez lo puso nostálgico. Se le humedecieron los ojos. Le pareció que retrocedía en el tiempo.
Desde la penumbra del fondo le llegó la voz ruda del patrón:
-¿Estas son horas de venir? Te quedaste dormido, como siempre.
El señor Epidídimus tomó la canasta de mimbre, fue llenándola con paquetes de azúcar, de yerba y de fideos, con frascos de mermelada y botellas de lavandina, y salió a hacer el reparto.
La noche anterior había llovido y las calles de tierra estaban convertidas en un lodazal.
Cuento n° 2
El retrato oval
Edgar Allan Poe
El castillo en el cual mi criado se le había ocurrido penetrar a la fuerza en vez de permitirme, malhadadamente herido como estaba, de pasar una noche al ras, era uno de esos edificios mezcla de grandeza y de melancolía que durante tanto tiempo levantaron sus altivas frentes en medio de los Apeninos, tanto en la realidad como en la imaginación de Mistress Radcliffe. Según toda apariencia, el castillo había sido recientemente abandonado, aunque temporariamente. Nos instalamos en una de las habitaciones más pequeñas y menos suntuosamente amuebladas. Estaba situada en una torre aislada del resto del edificio. Su decorado era rico, pero antiguo y sumamente deteriorado. Los muros estaban cubiertos de tapicerías y adornados con numerosos trofeos heráldicos de toda clase, y de ellos pendían un número verdaderamente prodigioso de pinturas modernas, ricas de estilo, encerradas en sendos marcos dorados, de gusto arabesco. Me produjeron profundo interés, y quizá mi incipiente delirio fue la causa, aquellos cuadros colgados no solamente en las paredes principales, sino también en una porción de rincones que la arquitectura caprichosa del castillo hacía inevitable; hice a Pedro cerrar los pesados postigos del salón, pues ya era hora avanzada, encender un gran candelabro de muchos brazos colocado al lado de mi cabecera, y abrir completamente las cortinas de negro terciopelo, guarnecidas de festones, que rodeaban el lecho. Quíselo así para poder, al menos, si no reconciliaba el sueño, distraerme alternativamente entre la contemplación de estas pinturas y la lectura de un pequeño volumen que había encontrado sobre la almohada, en que se criticaban y analizaban. Leí largo tiempo; contemplé las pinturas religiosas devotamente; las horas huyeron, rápidas y silenciosas, y llegó la media noche. La posición del candelabro me molestaba, y extendiendo la mano con dificultad para no turbar el sueño de mi criado, lo coloqué de modo que arrojase la luz de lleno sobre el libro.
Pero este movimiento produjo un efecto completamente inesperado. La luz de sus numerosas bujías dio de pleno en un nicho del salón que una de las columnas del lecho había hasta entonces cubierto con una sombra profunda. Vi envuelto en viva luz un cuadro que hasta entonces no advirtiera. Era el retrato de una joven ya formada, casi mujer. Lo contemplé rápidamente y cerré los ojos. ¿Por qué? No me lo expliqué al principio; pero, en tanto que mis ojos permanecieron cerrados, analicé rápidamente el motivo que me los hacía cerrar. Era un movimiento involuntario para ganar tiempo y recapacitar, para asegurarme de que mi vista no me había engañado, para calmar y preparar mi espíritu a una contemplación más fría y más serena. Al cabo de algunos momentos, miré de nuevo el lienzo fijamente.
No era posible dudar, aun cuando lo hubiese querido; porque el primer rayo de luz al caer sobre el lienzo, había desvanecido el estupor delirante de que mis sentidos se hallaban poseídos, haciéndome volver repentinamente a la realidad de la vida.
El cuadro representaba, como ya he dicho, a una joven. se trataba sencillamente de un retrato de medio cuerpo, todo en este estilo que se llama, en lenguaje técnico, estilo de viñeta; había en él mucho de la manera de pintar de Sully en sus cabezas favoritas. Los brazos, el seno y las puntas de sus radiantes cabellos, pendíanse en la sombra vaga, pero profunda, que servía de fondo a la imagen. El marco era oval, magníficamente dorado, y de un bello estilo morisco. Tal vez no fuese ni la ejecución de la obra, ni la excepcional belleza de su fisonomía lo que me impresionó tan repentina y profundamente. No podía creer que mi imaginación, al salir de su delirio, hubiese tomado la cabeza por la de una persona viva. Empero, los detalles del dibujo, el estilo de viñeta y el aspecto del marco, no me permitieron dudar ni un solo instante. Abismado en estas reflexiones, permanecí una hora entera con los ojos fijos en el retrato. Aquella inexplicable expresión de realidad y vida que al principio me hiciera estremecer, acabó por subyugarme. Lleno de terror y respeto, volví el candelabro a su primera posición, y habiendo así apartado de mi vista la causa de mi profunda agitación, me apoderé ansiosamente del volumen que contenía la historia y descripción de los cuadros. Busqué inmediatamente el número correspondiente al que marcaba el retrato oval, y leí la extraña y singular historia siguiente:
"Era una joven de peregrina belleza, tan graciosa como amable, que en mal hora amó al pintor y se desposó con él. Él tenía un carácter apasionado, estudioso y austero, y había puesto en el arte sus amores; ella, joven, de rarísima belleza, toda luz y sonrisas, con la alegría de un cervatillo, amándolo todo, no odiando más que el arte, que era su rival, no temiendo más que la paleta, los pinceles y demás instrumentos importunos que le arrebataban el amor de su adorado. Terrible impresión causó a la dama oír al pintor hablar del deseo de retratarla. Mas era humilde y sumisa, y sentóse pacientemente, durante largas semanas, en la sombría y alta habitación de la torre, donde la luz se filtraba sobre el pálido lienzo solamente por el cielo raso. El artista cifraba su gloria en su obra, que avanzaba de hora en hora, de día en día. Y era un hombre vehemente, extraño, pensativo y que se perdía en mil ensueños; tanto que no veía que la luz que penetraba tan lúgubremente en esta torre aislada secaba la salud y los encantos de su mujer, que se consumía para todos excepto para él. Ella, no obstante, sonreía más y más, porque veía que el pintor, que disfrutaba de gran fama, experimentaba un vivo y ardiente placer en su tarea, y trabajaba noche y día para trasladar al lienzo la imagen de la que tanto amaba, la cual de día en día tornábase más débil y desanimada. Y, en verdad, los que contemplaban el retrato, comentaban en voz baja su semejanza maravillosa, prueba palpable del genio del pintor, y del profundo amor que su modelo le inspiraba. Pero, al fin, cuando el trabajo tocaba a su término, no se permitió a nadie entrar en la torre; porque el pintor había llegado a enloquecer por el ardor con que tomaba su trabajo, y levantaba los ojos rara vez del lienzo, ni aun para mirar el rostro de su esposa. Y no podía ver que los colores que extendía sobre el lienzo borrábanse de las mejillas de la que tenía sentada a su lado. Y cuando muchas semanas hubieron transcurrido, y no restaba por hacer más que una cosa muy pequeña, sólo dar un toque sobre la boca y otro sobre los ojos, el alma de la dama palpitó aún, como la llama de una lámpara que está próxima a extinguirse. Y entonces el pintor dio los toques, y durante un instante quedó en éxtasis ante el trabajo que había ejecutado. Pero un minuto después, estremeciéndose, palideció intensamente herido por el terror, y gritó con voz terrible:
"¡En verdad, ésta es la vida misma!" Se volvió bruscamente para mirar a su bien amada:
¡Estaba muerta!"

Cuento n°3
El ser bajo la luz de la luna
Un cuento de H. P. Lovecraft
Morgan no es hombre de letras; de hecho, su inglés carece del más mínimo grado de coherencia. Por eso me tienen maravillado las palabras que escribió, aunque otros se han reído.
Estaba sólo la noche en que ocurrió. De repente lo acometieron unos deseos incontenibles de escribir, y tomando la pluma redactó lo siguiente:
«Me llamo Howard Phillips. Vivo en la Calle College, 66, Providence, Rhode Island. El 24 de noviembre de 1927 -no sé siquiera en qué año estamos- me quedé dormido y tuve un sueño; y desde entonces me ha sido imposible despertar.
»Mi sueño empezó en un paraje húmedo, pantanoso y cubierto de cañas, bajo un cielo gris y otoñal, con un abrupto acantilado de roca cubierta de líquenes, al norte. Impulsado por una vaga curiosidad, subí por una grieta o hendidura de dicho precipicio, observando entonces que a uno y otro lado de las paredes se abrían las negras bocas de numerosas madrigueras que se adentraban en las profundidades de la meseta rocosa.
»En varios lugares, el paso estaba techado por el estrechamiento de la parte superior de la angosta fisura; en dichos lugares, la oscuridad era extraordinaria, y no se distinguían las madrigueras que pudiese haber allí. En uno de esos tramos oscuros me asaltó un miedo tremendo, como si una emanación incorpórea y sutil de los abismos tomara posesión de mi espíritu; pero la negrura era demasiado densa para descubrir la fuente de mi alarma.
»Por último, salí a una meseta cubierta de roca musgosa y escasa tierra, iluminada por una débil luna que había reemplazado al agonizante orbe del día. Miré a mi alrededor y no vi a ningún ser viviente; sin embargo, percibí una agitación extraña muy por debajo de mí, entre los juncos susurrantes de la ciénaga pestilente que hacía poco había abandonado.
»Después de caminar un trecho, me topé con unas vías herrumbrosas de tranvía, y con postes carcomidos que aún sostenían el cable fláccido y combado del trole. Siguiendo por estas vías, llegué en seguida a un coche amarillo que ostentaba el número 1852, con fuelle de acoplamiento, del tipo de doble vagón, en boga entre 1900 y 1910. Estaba vacío, aunque evidentemente a punto de arrancar; tenía el trole pegado al cable y el freno de aire resoplaba de cuando en cuando bajo el piso del vagón. Me subí a él, y miré en vano a mi alrededor tratando de descubrir un interruptor de la luz…, entonces noté la ausencia de la palanca de mando, lo que indicaba que no estaba el conductor. Me senté en uno de los asientos transversales. A continuación oí crujir la yerba escasa por el lado de la izquierda, y vi las siluetas oscuras de dos hombres que se recortaban a la luz de la luna. Llevaban las gorras reglamentarias de la compañía, y comprendí que eran el cobrador y el conductor. Entonces, uno de ellos olfateó el aire aspirando con fuerza, y levantó el rostro para aullar a la luna. El otro se echó a cuatro patas dispuesto a correr hacia el coche.
»Me levanté de un salto, salí frenéticamente del coche y corrí leguas y leguas por la meseta, hasta que el cansancio me obligó a detenerme… Huí, no porque el cobrador se echara a cuatro patas, sino porque el rostro del conductor era un mero cono blanco que se estrechaba formando un tentáculo rojo como la sangre.
……………………………………………………………………………………………………………………………..
»Me di cuenta de que había sido sólo un sueño; sin embargo, no por ello me resultó agradable.
»Desde esa noche espantosa lo único que pido es despertar…, ¡pero aún no ha podido ser!
»¡Al contrario, he descubierto que soy un habitante de este terrible mundo onírico! Aquella primera noche dejó paso al amanecer, y vagué sin rumbo por las solitarias tierras pantanosas. Cuando llegó la noche aún seguía vagando, esperando despertar. Pero de repente aparté la maleza y vi ante mí el viejo tranvía… ¡A su lado había un ser de rostro cónico que alzaba la cabeza y aullaba extrañamente a la luz de la luna!
»Todos los días sucede lo mismo. La noche me coge como siempre en ese lugar de horror. He intentado no moverme cuando sale la luna, pero debo caminar en mis sueños, porque despierto con el ser aterrador aullando ante mí a la pálida luna; entonces doy media vuelta, y echo a correr desenfrenadamente.
»¡Dios mío! ¿Cuándo despertaré?»
Eso es lo que Morgan escribió. Quisiera ir al 66 de la Calle College de Providence; pero tengo miedo de lo que pueda encontrar allí.
Cuento n° 4
El muerto
Jorge Luis Borges
Que un hombre del suburbio de Buenos Aires, que un triste compadrito sin más virtud que la infatuación del coraje, se interne en los desiertos ecuestres de la frontera del Brasil y llegue a capitán de contrabandistas, parece de antemano imposible. A quienes lo entienden así, quiero contarles el destino de Benjamin Otálora, de quien acaso no perdura un recuerdo en el barrio de Balvanera y que murió en su ley, de un balazo, en los confines de Río Grande do Sul. Ignoro los detalles de su aventura; cuando me sean revelados, he de rectificar y ampliar estas páginas. Por ahora, este resumen puede ser útil.
Benjamín Otálora cuenta, hacia 1891, diecinueve años. Es un mocetón de frente mezquina, de sinceros ojos claros, de reciedumbre vasca; una puñalada feliz le ha revelado que es un hombre valiente; no lo inquieta la muerte de su contrario, tampoco la inmediata necesidad de huir de la República. El caudillo de la parroquia le da una carta para un tal Azevedo Bandeira, del Uruguay. Otálora se embarca, la travesía es tormentosa y crujiente; al otro día, vaga por las calles de Montevideo, con inconfesada y tal vez ignorada tristeza. No da con Azevedo Bandeira; hacia la medianoche, en un almacén del Paso del Molino, asiste a un altercado entre unos troperos. Un cuchillo relumbra; Otálora no sabe de qué lado está la razón, pero lo atrae el puro sabor del peligro, como a otros la baraja o la música. Para, en el entrevero, una puñalada baja que un peón le tira a un hombre de galera oscura y de poncho. Éste, después, resulta ser Azevedo Bandeira. (Otálora, al saberlo, rompe la carta, porque prefiere debérselo todo a sí mismo.) Azevedo Bandeira da, aunque fornido, la injustificable impresión de ser contrahecho; en su rostro, siempre demasiado cercano, están el judío, el negro y el indio; en su empaque, el mono y el tigre; la cicatriz que le atraviesa la cara es un adorno más, como el negro bigote cerdoso.
Proyección o error del alcohol, el altercado cesa con la misma rapidez con que se produjo. Otálora bebe con los troperos y luego los acompaña a una farra y luego a un caserón en la Ciudad Vieja, ya con el sol bien alto. En el último patio, que es de tierra, los hombres tienden su recado para dormir. Oscuramente, Otálora compara esa noche con la anterior; ahora ya pisa tierra firme, entre amigos. Lo inquieta algún remordimiento, eso sí, de no extrañar a Buenos Aires. Duerme hasta la oración, cuando lo despierta el paisano que agredió, borracho, a Bandeira. (Otálora recuerda que ese hombre ha compartido con los otros la noche de tumulto y de júbilo y que Bandeira lo sentó a su derecha y lo obligó a seguir bebiendo.) El hombre le dice que el patrón lo manda buscar. En una suerte de escritorio que da al zaguán (Otálora nunca ha visto un zaguán con puertas laterales) está esperándolo Azevedo Bandeira, con una clara y desdeñosa mujer de pelo colorado. Bandeira lo pondera, le ofrece una copa de caña, le repite que le está pareciendo un hombre animoso, le propone ir al Norte con los demás a traer una tropa. Otálora acepta; hacia la madrugada están en camino, rumbo a Tacuarembó.
Empieza entonces para Otálora una vida distinta, una vida de vastos amaneceres y de jornadas que tienen el olor del caballo. Esa vida es nueva para él, y a veces atroz, pero ya está en su sangre, porque lo mismo que los hombres de otras naciones veneran y presienten el mar, así nosotros (también el hombre que entreteje estos símbolos) ansiamos la llanura inagotable que resuena bajo los cascos. Otálora se ha criado en los barrios del carrero y del cuarteador; antes de un año se hace gaucho. Aprende a jinetear, a entropillar la hacienda, a carnear, a manejar el lazo que sujeta y las boleadoras que tumban, a resistir el sueño, las tormentas, las heladas y el sol, a arrear con el silbido y el grito. Sólo una vez, durante ese tiempo de aprendizaje, ve a Azevedo Bandeira, pero lo tiene muy presente, porque ser hombre de Bandeira es ser considerado y temido, y porque, ante cualquier hombrada, los gauchos dicen que Bandeira lo hace mejor. Alguien opina que Bandeira nació del otro lado del Cuareim, en Rio Grande do Sul; eso, que debería rebajarlo, oscuramente lo enriquece de selvas populosas, de ciénagas, de inextricable y casi infinitas distancias. Gradualmente, Otálora entiende que los negocios de Bandeira son múltiples y que el principal es el contrabando. Ser tropero es ser un sirviente; Otálora se propone ascender a contrabandista. Dos de los compañeros, una noche, cruzarán la frontera para volver con unas partidas de caña; Otálora provoca a uno de ellos, lo hiere y toma su lugar. Lo mueve la ambición y también una oscura fidelidad. Que el hombre (piensa) acabe por entender que yo valgo más que todos sus orientales juntos.
Otro año pasa antes que Otálora regrese a Montevideo. Recorren las orillas, la ciudad (que a Otálora le parece muy grande); llegan a casa del patrón; los hombres tienden los recados en el último patio. Pasan los días y Otálora no ha visto a Bandeira. Dicen, con temor, que está enfermo; un moreno suele subir a su dormitorio con la caldera y con el mate. Una tarde, le encomiendan a Otálora esa tarea. Éste se siente vagamente humillado, pero satisfecho también.
El dormitorio es desmantelado y oscuro. Hay un balcón que mira al poniente, hay una larga mesa con un resplandeciente desorden de taleros, de arreadores, de cintos, de armas de fuego y de armas blancas, hay un remoto espejo que tiene la luna empañada. Bandeira yace boca arriba; sueña y se queja; una vehemencia de sol último lo define. El vasto lecho blanco parece disminuirlo y oscurecerlo; Otálora nota las canas, la fatiga, la flojedad, las grietas de los años. Lo subleva que los esté mandando ese viejo. Piensa que un golpe bastaría para dar cuenta de él. En eso, ve en el espejo que alguien ha entrado. Es la mujer de pelo rojo; está a medio vestir y descalza y lo observa con fría curiosidad. Bandeira se incorpora; mientras habla de cosas de la campaña y despacha mate tras mate, sus dedos juegan con las trenzas de la mujer. Al fin, le da licencia a Otálora para irse.
Días después, les llega la orden de ir al Norte. Arriban a una estancia perdida, que está como en cualquier lugar de la interminable llanura. Ni árboles ni un arroyo la alegran, el primer sol y el último la golpean. Hay corrales de piedra para la hacienda, que es guampuda y menesterosa. El Suspiro se llama ese pobre establecimiento.
Otálora oye en rueda de peones que Bandeira no tardará en llegar de Montevideo. Pregunta por qué; alguien aclara que hay un forastero agauchado que está queriendo mandar demasiado. Otálora comprende que es una broma, pero le halaga que esa broma ya sea posible. Averigua, después, que Bandeira se ha enemistado con uno de los jefes políticos y que éste le ha retirado su apoyo. Le gusta esa noticia.
Llegan cajones de armas largas; llegan una jarra y una palangana de plata para el aposento de la mujer; llegan cortinas de intrincado damasco; llega de las cuchillas, una mañana, un jinete sombrío, de barba cerrada y de poncho. Se llama Ulpiano Suárez y es el capanga o guardaespaldas de Azevedo Bandeira. Habla muy poco y de una manera abrasilerada. Otálora no sabe si atribuir su reserva a hostilidad, a desdén o a mera barbarie. Sabe, eso sí, que para el plan que está maquinando tiene que ganar su amistad.
Entra después en el destino de Benjamín Otálora un colorado cabos negros que trae del sur Azevedo Bandeira y que luce apero chapeado y carona con bordes de piel de tigre. Ese caballo liberal es un símbolo de la autoridad del patrón y por eso lo codicia el muchacho, que llega también a desear, con deseo rencoroso, a la mujer de pelo resplandeciente. La mujer, el apero y el colorado son atributos o adjetivos de un hombre que él aspira a destruir.
Aquí la historia se complica y se ahonda. Azevedo Bandeira es diestro en el arte de la intimidación progresiva, en la satánica maniobra de humillar al interlocutor gradualmente, combinando veras y burlas; Otálora resuelve aplicar ese método ambiguo a la dura tarea que se propone. Resuelve suplantar, lentamente, a Azevedo Bandeira. Logra, en jornadas de peligro común, la amistad de Suárez. Le confía su plan; Suárez le promete su ayuda. Muchas cosas van aconteciendo después, de las que sé unas pocas. Otálora no obedece a Bandeira; da en olvidar, en corregir, en invertir sus órdenes. El universo parece conspirar con él y apresura los hechos. Un mediodía, ocurre en campos de Tacuarembó un tiroteo con gente riograndense; Otálora usurpa el lugar de Bandeira y manda a los orientales. Le atraviesa el hombro una bala, pero esa tarde Otálora regresa al Suspiro en el colorado del jefe y esa tarde unas gotas de su sangre manchan la piel de tigre y esa noche duerme con la mujer de pelo reluciente. Otras versiones cambian el orden de estos hechos y niegan que hayan ocurrido en un solo día.
Bandeira, sin embargo, siempre es nominalmente el jefe. Da órdenes que no se ejecutan; Benjamín Otálora no lo toca, por una mezcla de rutina y de lástima.
La última escena de la historia corresponde a la agitación de la última noche de 1894. Esa noche, los hombres del Suspiro comen cordero recién carneado y beben un alcohol pendenciero. Alguien infinitamente rasguea una trabajosa milonga. En la cabecera de la mesa, Otálora, borracho, erige exultación sobre exultación, júbilo sobre júbilo; esa torre de vértigo es un símbolo de su irresistible destino. Bandeira, taciturno entre los que gritan, deja que fluya clamorosa la noche. Cuando las doce campanadas resuenan, se levanta como quien recuerda una obligación. Se levanta y golpea con suavidad a la puerta de la mujer. Ésta le abre en seguida, como si esperara el llamado. Sale a medio vestir y descalza. Con una voz que se afemina y se arrastra, el jefe le ordena:
-Ya que vos y el porteño se quieren tanto, ahora mismo le vas a dar un beso a vista de todos.
Agrega una circunstancia brutal. La mujer quiere resistir, pero dos hombres la han tomado del brazo y la echan sobre Otálora. Arrasada en lágrimas, le besa la cara y el pecho. Ulpiano Suárez ha empuñado el revólver. Otálora comprende, antes de morir, que desde el principio lo han traicionado, que ha sido condenado a muerte, que le han permitido el amor, el mando y el triunfo, porque ya lo daban por muerto, porque para Bandeira ya estaba muerto.
Suárez, casi con desdén, hace fuego.
Análisis de los cuentos
Edgar Allan Poe: El retrato oval
es el genio indiscutible del relato de misterio y terror, pues en sus
cuentos aún la belleza más excelsa contiene un oscuro pasado. Estas carácterísticas están presentes en ‘El retrato oval’, cuento sobre el hallazgo en un castillo medieval del retrato de una mujer joven en un marco dorado y ovalado, que la había captado en el esplendor de su belleza por su esposo, un afamado pintor. El narrador y su criado pasan la noche en el castillo, en un cuarto que contenía una galería de cuadros y su historia en libro.
El pintor amaba mucho a su esposa, mientras esta odiaba el hecho de que el arte le quitara tanto tiempo de su marido. Cuando la pinta por varios días, mientras el artista plasma en el lienzo la vitalidad de la joven, esta se va marchitando y enfermando hasta morir. La imagen final es la oposición de la mujer retratada en plenitud de la vida en el retrato terminado y la modelo muerta en la habitación donde fue pintada. Un adelanto del cautivante horror del cuadro es el hecho que el narrador se admira y angustia al contemplarlo por una larga hora.
La vida y la muerte son traspasadas del cuerpo de la joven a la imagen del lienzo, esta bella mujer se desgasta porque sufría por la obsesión de su marido por pintar, incluso durante la ejecución de la obra pocas veces la mira. Este tema fue retomado por Oscar Wilde en su novela ‘El retrato de Dorian Gray’, solo que invirtiendo al inicio la decadencia en el cuadro y la lozanía en el modelo por un embrujo, que al final de ese relato nos da la imagen de vida y la salud en el cuadro mientras el modelo recibe la muerte y la descomposición, en este caso como sanción ética.
En el cuento de Poe, la joven no amerita sanción de ninguna clase, pues es víctima de la enajenación de un marido que rara vez se ocupaba de ella. Ella accede a ser pintada por ser sumisa y porque de verdad amaba a su marido, el encierro con él para la pintura del retrato es lo que la debilita y la enferma. La imagen final es la oposición de Eros y Tánatos separados por los espacios del retrato como mímesis de la naturaleza y la mujer muerta por la fatalidad.
Conclusión
El desenlace fatal se entiende por el infortunio de la joven de carecer de la atención del marido, su desgaste corresponde a su virtud, ella lo ama a pesar que la hace sufrir y posar para él es su último sacrificio para demostrarle la pureza de su amor al retratar el esplendor de su belleza.
El ser bajo la luz de la luna
En este magnifico relato un hombre cuenta la historia de una carta que recibió de un amigo suyo,en la carta su amigo le pide ayuda,pues narra que en una fatídica y singular noche se dispuso a dormir normalmente,pero que jamás pudo despertar.
El pobre hombre quedó atrapado en una pesadilla donde todos las veces que se disponía a dormir despertaba a orillas de una playa cerca del anochecer y que aunque caminara a cualquier dirección siempre llegaba a unas viejas vías de ferrocarríles.....,donde dos seres abominables (yo no se los podría describir en este momento) aparecen hablando en un lenguaje innentendible y el rostro de uno de esos seres es realmente horrible,entonces el tipo huye,hasta que vuelve a dormirse....,pero al despertar vuelve a aparecer en el mismo lugar...en la playa.
El amigo que recibe la carta no sabe que hacer y le da miedo ir a la casa de quién se la ha enviado,pues cree que su mente no soporte el shock de lo que pueda encontrar ahí.
Es un relato escalofriante de principio a fín,con el sello de Lovecraft,paisajes raros,criaturas indescriptiblemente horribles y la latente locura que rodea los protagonistas de sus historias.
Sobre la narrativa de J. L. Borges “El muerto”
Guillermo Tedio
Gente que se mueve fuera de la ley es la que conforma el grupo que dirige Azevedo Bandeira (bandera, jefe), en el cuento "El muerto"1, de Jorge Luis Borges. Se trata de una cuadrilla de cuatreros y contrabandistas que operan en los desiertos ecuestres ubicados en las fronteras de Uruguay y Brasil. Las actividades, en la banda, se mueven seguramente en la peligrosa rutina del malevaje hasta cuando hace su aparición el fatuo compadrito Benjamín Otálora, quien pronto "entiende que los negocios de Bandeira son múltiples y que el principal es el contrabando". Los hombres son orientales (uruguayos) dirigidos por ese brasileño que se presenta —y en efecto lo es— como un hombre poderoso, temido y cruel, obedecido por todos: "ante cualquier hombrada, los gauchos dicen que Bandeira lo hace mejor". El ejercicio de ese poder lleva al brasileño a jugar, a divertirse con algún sujeto despistado y con ínfulas, sobre todo si es argentino, que llegue al seno de la banda, como ocurre con Benjamín Otálora, quien ya en el solo nombre bíblico, expresa, en un típico guiño borgesiano, su categoría de menor, inexperto e ingenuo frente a la sabiduría malévola de Bandeira y su tribu.
Otálora, mocetón de diecinueve años, es la encarnación del compadrito2 envanecido, arribista, violento e interesado en el ascenso dentro del ámbito fuera de ley en que se mueve: "una puñalada feliz le ha revelado que es un hombre valiente; no lo inquieta la muerte de su contrario, tampoco la inmediata necesidad de huir de la república". Llegado a su destino, se impone la meta de reemplazar a Bandeira en la dirección de la banda: "Otálora nota las canas, la fatiga, la flojedad, las grietas de los años. Lo subleva que los esté mandando ese viejo. Piensa que un golpe bastaría para dar cuenta de él".
Los símbolos del poder de Bandeira tienen toda la categoría de un tinglado de dios pagano o rey antiguo: la mujer de pelo rojizo, el caballo, los aperos, las armas y un decorado chillón en medio del desierto. En el caso de la rubia, solo Bandeira puede darse el lujo de tener esa mujer que atestigua en su cabello rojizo un cruce de sangre extranjera, como en los hermanos Nilsen del cuento "La intrusa"3. Otálora es vasco; Bandeira, mezcla de judío, negro e indio. Esa "clara y desdeñosa mujer" es apenas un símbolo del poder imperial de Bandeira, ella no tiene ninguna participación activa en el ejercicio de la autoridad sobre la banda, es simplemente una cosa, una pieza decorativa del poder real, un objeto de posesión que no puede ser discutido a su dueño. Es otra de las mujeres-objeto descritas por Borges, como la Juliana Burgos de "La intrusa". En Borges, la única mujer que logra redimir en parte su condición o su destino de cosa es Emma Zunz, en el cuento homónimo4, al valerse del subterfugio degradante de hacerse violar por un marino desconocido para usar esta humillación como una coartada de acusación contra Aarón Loewenthal, quien ha perseguido y producido indirectamente la muerte de su padre.
En cuanto al caballo de Bandeira, es también el mejor: "un colorado cabos negros que trae del sur" y cuyo color lo vincula a la mujer, al acentuar en ella, por duplicación, su carácter de objeto de posesión. "Ese caballo liberal es un símbolo de la autoridad del patrón". Son muy comunes en la narrativa de Borges esas relaciones de vasos comunicantes que se establecen entre distintos elementos a través de cualidades o características comunes, como ocurre con el color del apero y uno de los rasgos de la personalidad de Bandeira. Se trata de un "apero chapeado y carona con bordes de piel de tigre". El color de la carona se liga al hecho de que en el empaque de Bandeira estén "el mono y el tigre", mezcla extrañamente peligrosa a la que debe enfrentarse Otálora pues el brasileño despliega un juego cruel, combinación de monería y sangre, retozo de farsa y muerte, de payasada y zarpazo. Es esa la estrategia de Bandeira con sus enemigos o, mejor, con aquellos que ha escogido para divertirse. El mono y el tigre que lo habitan lo llevan a tender una trampa-farsa, una especie de armonía preestablecida, a lo Leinibz, en que todos los miembros de la facción de contrabandistas saben y ejecutan su rol de actores, como en los festpiele suizos, al estilo del drama que monta Alexander Nolan en el cuento "Tema del traidor y del héroe"5. La farsa de Bandeira dura tres años, el espacio es la frontera entre Brasil y Uruguay y los actores –también espectadores— son el brasileño y sus contrabandistas. En detalle, algunos lugares por los que se mueve Bandeira son descritos como escenarios teatrales, uno de ellos con puertas laterales por donde los actores hacen mutis: "En una suerte de escritorio que da al zaguán (Otálora nunca ha visto un zaguán con puertas laterales) está esperándolo Azevedo Bandeira".
Más adelante, se dice: "El dormitorio es desmantelado y oscuro. Hay un balcón que mira al poniente, hay una larga mesa con un resplandeciente desorden de taleros, de arreadores, de cintos, de armas de fuego y de armas blancas, hay un remoto espejo que tiene la luna empañada". Como se ve, el carácter farsesco que tiene la descripción del dormitorio es deconstruido por la presencia de las armas y el balcón que mira hacia el poniente, punto cardinal sinónimo de muerte, y por la luna del espejo anunciadora de imagen virtual, artificial y falsa, y al mismo tiempo de muerte, por estar empañada. En medio de esa escenografía, Bandeira, el director escénico y principal actor, finge ser un hombre acabado: "Bandeira yace boca arriba; sueña y se queja; una vehemencia de sol último lo define. El vasto lecho blanco parece disminuírlo y oscurecerlo". A través del juego estilístico del contraste, próximo al oxímoron, muestra Borges una dialéctica de máscara y realidad, de ser y parecer, como en "resplandeciente desorden", "vehemencia de sol último", "vasto lecho blanco" que empequeñece y oscurece a Bandeira.
A la hacienda "guampuda y menesterosa" llamada El Suspiro (sitio del último aliento de Benjamín Otálora), arriba igualmente toda una utilería que sigue jugando a la muerte y a la ocultación teatral: "Llegan cajones de armas largas; llegan una jarra y una palangana de plata para el aposento de la mujer, llegan cortinas de intrincado damasco". Y no se niega que se trata de una representación cuando el narrador anota: "La última escena de la historia corresponde a la agitación de la última noche de 1894". Por su parte, Bandeira "es diestro en el arte de la intimidación progresiva, en la satánica maniobra de humillar al interlocutor gradualmente, combinando veras y burlas" como el tigre y el mono.
Y Otálora, infatuado por la ambición y movido por una "oscura fidelidad" —seguramente a la vanidad porteña—, no se da cuenta de la farsa. La representación comienza en el mismo momento en que Otálora se topa con la banda. Alguien quiere agredir a Bandeira y el compadrito detiene la puñalada: "El altercado cesa con la misma rapidez con que se produjo". Otálora no percibe o no quiere verlo —porque el vértigo lo ciega— que el agresor es un hombre de Bandeira que incluso ha parrandeado con ellos toda la noche y es el mismo sujeto que lo despierta por la madrugada para darle una razón del jefe. El compadrito "Duerme hasta la oración, cuando lo despierta el paisano que agredió, borracho, a Bandeira. (Otálora recuerda que ese hombre ha compartido con los otros la noche de tumulto y de júbilo y que Bandeira lo sentó a su derecha y lo obligó a seguir bebiendo)".
Bandeira va dejando hacer a Otálora, quien sabe que para lograr su meta, tiene que ganarse a Ulpiano Suárez, el capanga o guardaespaldas del brasileño. Así lo hace —eso cree él—. Saca esa certeza de haber corrido con Suárez infinidad de peligros en los tres años que le toma llegar a cabecilla de la banda. Bandeira le ha ido dando confianza a su víctima, a través de un proceso de iniciación en que Otálora fue criado, tropero y finalmente contrabandista: "Pasan los días y Otálora no ha visto a Bandeira. Dicen, con temor, que está enfermo; un moreno suele subir a su dormitorio con la caldera y con el mate. Una tarde, le encomiendan a Otálora esa tarea. Este se siente vagamente humillado, pero satisfecho también".
Bandeira no se desespera con su enemigo porque en realidad se trata de un juego, de una diversión cruel, y entre más dure el espectáculo, mejor, así que pasan aproximadamente tres años (1891-1894) antes de que Otálora muera "en su ley, de un balazo, en los confines de Río Grande do Sul", como se dice en el primer párrafo del relato pues a Borges no le preocupa que el lector se entere del final con anticipación: lo que lo guía es contar los intermedios o las catálisis de esa acción trágica final o quizás tragi-cómica.
Otálora ejecuta su aprendizaje de tropero: "antes de un año se hace gaucho. Aprende a jinetear, a entropillar la hacienda, a carnear, a manejar el lazo que sujeta y las boleadoras que tumban, a resistir el sueño, las tormentas, las heladas y el sol, a arrear con el silbido y el grito". Pero comprende que "Ser tropero es ser un sirviente" y "se propone ascender a contrabandista". Mientras tanto, Bandeira, en su talante de rey, de dios oculto, no se deja ver: "Solo una vez, durante ese tiempo de aprendizaje, ve a Azevedo Bandeira".
Finalmente, un mediodía, después de un tiroteo con gente riograndense, "Otálora usurpa el lugar de Bandeira y manda a los orientales. Le atraviesa el hombro una bala, pero esa tarde Otálora regresa al Suspiro en el colorado del jefe y esa tarde unas gotas de su sangre manchan la piel de tigre y esa noche duerme con la mujer de pelo reluciente". El uso de la conjunción y la insistencia en los sintagmas temporales "esa tarde" y "esa noche", aceleran el desenvolvimiento de las secuencias en que Otálora obtiene los símbolos del poder: el caballo, la montura de tigre y la mujer de pelo colorado.
Si analizamos la farsa y trampa que Bandeira tiende a Otálora, observamos que "El muerto" es un cuento en que se desarrolla lo que Bajtin denomina la indesentronización bufa, carnavalesca por lo falsa, dado que ni Otálora ha llegado a jefe de la banda de contrabandistas ni Bandeira, en ningún momento, ha perdido su poder y autoridad. El final de la mascarada se da cuando Bandeira, a las doce en punto de la noche, ordena a la mujer que bese a Otálora, en un herejético acto simbólico de entrega –como Judas con Cristo—, y Ulpiano Suárez, "casi con desdén, hace fuego". Es interesante observar que el ascenso y la caída de Benjamín Otálora (su indestronamiento) se den en la celebración del fin de año y comienzo de uno nuevo: muerte y nacimiento. Muere Otálora mientras Bandeira renace, al exorcizar la muerte con la caída de otro.
En ese momento de vértigo, antes de morir, Otálora percibe que ha sido un juguete en las garras de Bandeira, que siempre fue un ratón en manos del felino: "Otálora comprende, antes de morir, que desde el principio lo han traicionado, que ha sido condenado a muerte, que le han permitido el amor, el mando, y el triunfo, porque ya lo daban por muerto, porque para Bandeira ya estaba muerto".
Este ritual del rey de burlas ha sido documentado por Bajtin en una tradición carnavalesca que se remonta a los pueblos orientales y pasa luego por la cultura grecolatina. Toda esa tradición llega hasta América Latina a través de España y de las inmigraciones europeas. Dentro de las acciones carnavalescas, Bajtin señala "la coronación burlesca y el subsiguiente destronamiento del rey del carnaval", en que en una fiesta de tontos, "se solía elegir, en lugar del rey, a un sacerdote, obispo o papa bufonesco, según el rango de la iglesia"6. En otras civilizaciones, se coronaba rey, por un día, a un forastero y luego se le daba muerte al atardecer por haber estado en contacto, sin tener derecho a ello, con los símbolos reales o sagrados del poder. Bajtin anota:
El que se corona es un antípoda del rey verdadero: esclavo o bufón, con lo cual se inaugura y se consagra el mundo al revés del carnaval. En el rito de coronación, todos los momentos de la ceremonia, todos los símbolos del poder que se entregan al coronado y su vestimenta se vuelven ambivalentes, adquieren un matiz de alegre relatividad, de accesoria ritual, su significado simbólico se ubica a dos niveles (como símbolos reales del poder, es decir, en el mundo normal, están en un solo plano, son absolutos, pesados y de carácter monolíticamente serio). Desde el principio, en la coronación se presiente el destronamiento. Así son todos los símbolos carnavalescos: siempre incluyen la perspectiva de la negación (muerte) o su contrario. El nacimiento está preñado de muerte, la muerte, de un nuevo nacimiento7.
La ceremonia del rito de destronamiento se contrapone al rito de coronación; al destronado se le quita sus ropajes, se le arranca la corona y otros símbolos del poder, se burla de él y se le golpea8.
El in-destronamiento, sobre todo si es bufo, como en el caso de Benjamín Otálora, es una acción doble que comporta las características carnavalescas esenciales del contacto libre y familiar, las excentricidades, las disparidades y amalgamas de contrarios y las profanaciones o irreverencias.
En efecto, sobre la frontera entre Uruguay y Brasil se ligan uruguayos (orientales), brasileños (Bandeira y Suárez) y un compadrito porteño, siendo normalmente, gentes que se rechazan por motivaciones políticas o regionales. Recuérdense, por ejemplo, el levantamiento antibrasileño de los Treinta y tres orientales (1825) y seguidamente la guerra argentino-brasileña por la posesión de la banda oriental (1825-1828).
Las excentricidades de Bandeira son de todo tipo: el caballo y la mujer colorados, los aperos de piel de tigre, llamativos; el nombre de la hacienda (El Suspiro); las cortinas de damasco, los espejos y la vajilla de plata en pleno desierto, su diversión cruel con el compadrito al hacerle creer que ha llegado a ser jefe de la banda de contrabandistas, el montaje de la cruel mascarada de rey de burlas, el zaguán con puertas laterales (teatro, escenario), toda la utilería de espejos y lujos, y entre esos objetos, las armas atestiguando la amenaza de la muerte.
Ocupan un lugar más destacado las amalgamas de contrarios que se dan en el juego de Bandeira al hacerlo sobre veras y burlas, con su empaque de mono y de tigre, además de la presencia, en su estampa, del judío, el negro y el indio, aludiendo quizás a los estereotipos proverbiales de la tacañería, el desgano y la malicia publicitados sobre estas razas. Igualmente, Bandeira, aunque fornido, da la impresión de ser contrahecho, además de tener la cara cruzada por una cicatriz y llevar un negro bigote cerdoso, figura que al lado de la mujer rubia, integraría una imagen carnavalesca de "la bella y la bestia".
En cuanto a las irreverencias, estas se presentan cuando Bandeira obliga a la mujer a que dé un beso a Otálora, parodiando, como ya señalamos, el pasaje de la entrega de Jesús por Judas. En realidad, pienso que Borges construye muchas de sus historias como si fueran parodias del viacrucis o, si se prefiere, del evangelio, secuela quizás de su posición agnóstica e irreverente frente a las religiones y dogmas. Estas herejías sembradas en la creación literaria toman la forma de parodias pues la imitación del evangelio se hace sobre personajes que no son modelos de cristiandad sino delincuentes o gente fuera de la ley, aunque, desde el punto de vista de la ley civil y penal romana, Jesús era un delincuente y por eso se le aplica el máximo castigo, la crucifixión, que se daba a los malhechores.
Otálora se relaciona con Jesús en la medida en que está predestinado a morir a manos de Bandeira y su gente, en el beso de la mujer y, sobre todo, en el hecho de servir de rey de burlas, como fue el caso de Jesús frente a los judíos, quienes lo coronan burlonamente como su rey.
Ya en otros cuentos como "La intrusa", "El hombre de la esquina rosada"9, "Tres versiones de Judas"10, "Emma Zunz", para solo citar cuatro casos, el heresiarca Borges ha mostrado parodias del evangelio. Recuérdese que el personaje Nils Runeberg percibió, en el clímax de su febril ascetismo, que el verdadero Cristo fue Judas, quien, a sabiendas de su condenación, vendió a Jesús para que este salvara a la humanidad, así que el verdadero sacrificio resultó ser el de Judas y no el de Cristo, seguro este de su lugar en la gloria. En cambio, Judas, consciente de su viaje a los infiernos, conocedor de que alguien debía realizar el trabajo sucio de la entrega de Jesús si se quería un redentor, se sacrificó por la humanidad.
Dentro de esas características carnavalescas —racionalizadas por Bajtin, en sus análisis de la menipea y de la obra de Dostoievski—, en "El muerto", de Borges, se presentan la máscara y la risa cruel. Los personajes, protagonista y antagonista, llevan máscaras. La diferencia está en que Bandeira sabe de la careta que se ha puesto Otálora para ocultar su meta de llegar a desbancarlo en la dirección de la banda. Mientras, Otálora, enceguecido por su ambición, no se percata de las tantas veces en que le dejan ver que el derrotero de su ascenso no es más que una mascarada, como cuando "oye en rueda de peones que Bandeira no tardará en llegar de Montevideo. Pregunta por qué; alguien aclara que hay un forastero agauchado que está queriendo mandar demasiado". Sin embargo, en lugar de ver la verdad y el peligro, Otálora asume el comentario como una broma y se siente halagado de "que esa broma ya sea posible". Ciego y sordo, no percibe la tramposa telaraña que tienden a sus alas de mosca.
La risa, por supuesto, no es del lector, quien mira con conmiseración a Otálora. La risa está en Bandeira y su gente, quienes seguramente gozarán en la intimidad el montaje farsesco y adornarán con detalles barrocos la trama. Es posible que el mismo jefe político que, desde Buenos Aires, envió a Otálora a manos de Bandeira, haga parte de la abominable tramoya. Pero, como sabemos, Otálora, por típica arrogancia de compadrito, no entrega a Bandeira la carta de recomendación que le suministró el cacique político: "porque prefiere debérselo todo a sí mismo".
Bandeira, en su monstruoso poder, juega con su propia y futura muerte, tal vez sin saberlo conscientemente. Por allí ronda la idea de que en el fondo de la mascarada, hay un espejo que refleja la venidera muerte de Bandeira, su destronamiento y caída. Así que Otálora resulta ser un doble paródico del brasileño y como tal debe reflejarlo en la muerte. Al mostrarse débil y enfermo, en su juego, Bandeira adelanta su agonía y su propia muerte. Simbólicamente puede ser una forma de alejarla pues al hacer que el cabecilla de la banda muera (en este caso, Otálora), el verdadero jefe seguirá vivo. Sin embargo, no se olvide, dentro del pensamiento mágico homeopático y cotagioso, que tal hecho puede expresar también una forma de atraer la muerte, dado que, como anota Frazer11, dos cosas parecidas o que hayan estado en contacto, aunque se encuentren alejadas o separadas en el tiempo y el espacio, siguen influyéndose mutuamente. Por un lado, Otálora se parece a Bandeira porque ha llegado a jefe de la banda de contrabandistas y, por otro, el compadrito ha estado en contacto con objetos y pertenencias del brasileño: caballo, aperos, mujer rubia. Así que Bandeira está jugando inconscientemente con un rito bumerang. Alguien, venido de afuera o ya dentro de la misma banda —tal vez su propio guardaespaldas, Ulpiano Suárez—, lo mate y lo reemplace en el trono donde jugó al rey de burlas con "un triste compadrito sin más virtud que la infatuación del coraje". Entonces ese alguien no actuará como rey de burlas sino como jefe auténtico que a su vez será destronado, en el eterno cumplimiento de la teoría de los ciclos o de la serpiente que se muerde la cola.
Actividades de comprensión
Primera parte
1-Biografía de los autores.
2-Argumento de los cuentos.
3-Clase de cuento, características. Transcribir del cuento ejemplos que lo llevaron a la conclusión.
4-Núcleos narrativos.
5-Punto de vista del narrador.
6-Relacionar los cuentos leídos (semejanzas).
8-Producción: seleccionar uno de los cuentos y escribir el final.
Segunda parte
Análisis de los cuentos (utilizar la bibliografía y apuntes de clase)
1-Esquina peligrosa
a) Explicar el final del cuento.
2-El retrato oval
a) ¿Por qué muere la mujer del pintor?
B)¿Por qué accede a ser pintada?
C)¿Qué siente el pintor por ella?
D)¿Qué escena causa horror en el lector?
E)¿Por qué es un cuento fantástico?
D)¿Qué características del relato Gótico podemos extraer del cuento?
3-El ser bajo la luna
a) ¿Qué características del relato gótico podemos extraer del cuento?
4-El muerto
a) Relacionar el cuento con el texto bíblico
c) Enumerar y explicar los símbolos que aparecen en el cuento
d) Relacionar el cuento con el título
e) ¿Qué comprende Otálora antes de morir? ¿Por qué?
f) ¿Qué significado histórico tienen las nacionalidades de los protagonistas?
g) Enumerar y describir las características carnavalescas del cuento.
0 comentarios:
Publicar un comentario