martes, 10 de noviembre de 2015

Quijote (bibliografía de consulta)

Los personajes

Quijote y Sancho carecen de antecedente literario, Cervantes se burla del lenguaje antiguo de los libros de caballería y pone en boca de Quijote voces y expresiones que ya estaban en desuso en el siglo XVII: “Vuestra fermosura”-por ejemplo.
El lenguaje caracteriza a los personajes que presentan una gama muy extensa de matices. Lenguaje popular (venteros-arrieros), la epístola de Quijote a Dulcinea distorsionada por Sancho. Sancho: refranes, chistes, sentencia (ciencia popular), está oscilando entre la credulidad o deseo de ventaja material que le hacen participar en una especie de quijotismo, cree en su amo y otras veces su sana razón de campesino le hace ver la realidad por ejemplo los molinos de viento.
Quijote y Sancho representan el alma humana, el primer análisis del hombre en su dualidad constante: Quijote (idealista, loco, sabio, letras); Sancho (materialista, cuerdo, ignorante, ciencia popular). 

Tres salidas del Quijote

La acción principal está constituida por la narración de tres viajes por la parte oriental de España (La Mancha, Aragón, Cataluña). No hay una trama, sino un constante sucederse de episodios por lo general desvinculados pero organizados alrededor del héroe. Cada viaje recibe el nombre de salidas, dos salidas en la primera parte y una en la segunda parte.

Primera salida (Capítulos I al VI)

Descripción y costumbres del protagonista.
Condición
Finge el narrador que está redactando una historia verdadera basada en otros autores “Cide Hamete”.
La armadura del Quijote es de finales del siglo XV y vagará por los caminos de España de principios del siglo XII.
Quijote te antepone la partícula honorífica “Don” que en aquel tiempo sólo podían usar las personas de cierta categoría.
Quijote (sufijo en castellano “ote” ha tenido un claro matiz ridículo)
No puede ser caballero por ser loco y pobre.
El Quijote está loco por intoxicación literaria.

Segunda salida (Capítulos VII al 

Aparición de Sancho: labrador, vecino de Quijote, su nombre es un modismo de la época: “Allá va Sancho con su rocino” se aplicaba a dos personas que siempre iban juntas.
Se crea la pareja inmortal, didáctica (Quijote-Sancho): contraste entre el sueño caballeresco y la realidad tangible, locura idealizadora-sensatez elemental, cultura-rusticidad, ingenuidad-picardía. Entramos en el alma del Quijote a través de los diálogos entre estos dos personajes.



SOCIEDAD Y CULTURA DE LA ÉPOCA

EL SIGLO DE ORO

MIGUEL DE CERVANTES nació los últimos tiempos del reinado de Carlos I, cuando era pequeño subió al trono Felipe II y poco después de cumplir los cincuenta coronaron a Felipe III. Su vida se desarrolló en la segunda mitad del siglo XVI y en parte del siglo XVII. En su obra puede apreciarse la influencia de los ambientes culturales de los tres reinados. Se formó con maestros que habían vivido en el ambiente cultural de la corte de Carlos I que conocían los movimientos de renovación que se habían dado en Europa durante la mitad del siglo XVI. Cuando Felipe II subió al trono se cierran todas las visiones futuristas por temor a que  en España se produjeran las guerras de religión que en su tiempo asolaban a Francia y a centro Europa, para ello no dejó que los españoles fueran a estudiar el dogma católico. Durante el reinado de Felipe II, España fue la más poderosa de los estados del tiempo, para intentar mantener el poder y para ello tubo que hacer frente a distintos competidores: el Imperio Turco, Inglaterra, Francia y los protestantes Países Bajos.
La primera parte de la lucha fue victoriosa y consiguió San Quintín, Lepanto y la incorporación de Portugal a la corona de España. El declive de España se inició con el fracaso de la expedición enviada por Felipe II contra Inglaterra que fue la llamada armada invencible (Felipe II sostenía un enfrentamiento con Isabel por el dominio de los mares y así fue cuando en 1589 lanzó la armada), pero, fracasó por culpa de la mala organización y por culpa del temporal.
Allí comenzó una decadencia política que se hizo más patente con el triunfo de los holandeses y el
fortalecimiento paulatino de Francia, aquí tenia 42 años y sus circunstancias personales no eran las más idóneas para abrigar ilusiones. Ya en el reinado de Felipe III no hizo sino confinar el desmoronamiento de España, por eso en muchas manifestaciones artísticas de la época se perciben unos sentimientos de melancolía y desengaño.
El joven Cervantes había sentido sin duda el miembro de la nación que dominaba el mundo, incluso tuvo el honor de haber contribuido con su esfuerzo a mantenerlo, pero cuando ya escribe y publica el Quijote había cambiado decayendo día a día viendo el futuro más negro. Entonces, se unen en Cervantes impresiones históricas contrapuestas. Por un lado una formación cultural en la que todavía sobrevive ideales de renovación de Carlos I. Una carrera militar positiva y en segundo lugar una madurez en que se hacían evidentes las señales de la decadencia y el agotamiento por eso en su obra se han podido ver reliquias del humanismo renacentista y manifestaciones del desengaño Barroco.

BIOGRAFIA DE MIGUEL DE CERVANTES (1547−1616)

Escritor español, nació en Alcalá de Henares. Estudió en Valladolid y en Madrid. En 1569 marchó a Italia, donde sirvió al cardenal Acquaviva y en el tercio del maestre Miguel de Moncada. En 1571, en la batalla de Lepanto, perdió el uso de su mano izquierda. De regreso a España fue hecho prisionero por los turcos y conducido a Argel, de donde, tras varios intentos de fuga, fue rescatado por los padres trinitarios. En 1587 fue a Sevilla con el cargo de comisario de abastos para la Armada Invencible; se vio envuelto en varios incidentes y fue encarcelado dos veces; en una de sus estancias en la cárcel empezó a escribir el Quijote. Los apuros económicos le acompañaron hasta su muerte. Cultivó todos los géneros literarios. Como autor teatral escribió Los tratos de Argel, retrato de su vida de cautiverio; La Numancia, tragedia de estructura clásica; El gallardo español, Los baños de Argel y La gran sultana, comedias de cautivos; El rufián dichoso, cuadro de costumbres, y La casa de los celos y Pedro de Urdemalas, de tipo picaresco. Sin embargo, es en los entremeses en los que se hace evidente su genio teatral: La cueva de Salamanca, El retablo de las maravillas, El juez de los divorcios, El vizcaíno fingido, etc. La novela es el género en el que destaca como figura universal e indiscutible. Su primera obra es la novela pastoril La Galatea (1585), dividida en seis libros; la última obra, Los trabajos de Persiles y Sigismunda (1617) es una novela bizantina de desbordante imaginación. De carácter muy distinto son las Novelas ejemplares (1613), en las que destacan las que describen ambientes sociales en un lenguaje familiar, como Rinconete y Cortadillo, El celoso extremeño y El licenciado Vidriera, sin olvidar las más próximas a la narrativa italiana, como El amante liberal, Las dos doncellas, La española inglesa, La fuerza de la sangre, La señora Cornelia, La gitanilla y La ilustre fregona. El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha (primera parte 1605, segunda parte 1615) es una de las obras maestras de la literatura universal. Concebido como una parodia de las obras de caballería, en él confluyen todos los tipos de novela existentes en la época. El estilo responde a la diversidad de personajes y circunstancias. Don Quijote y su escudero Sancho Panza han pasado a ser símbolos, respectivamente, de
una actitud idealista y materialista ante la vida. Cervantes es el fundador de la novela moderna, por las condiciones de humanidad, humor y sentido universal de la vida desarrolladas especialmente en su obra máxima, El Quijote, una de las obras literarias más traducidas, más leídas y más actuales entre todas las queha producido el ingenio humano.
• EL TEXTO

Don Quijote de la Mancha se publicó en dos partes: la primera en 1605 y tuvo un éxito inmediato aunque hubo voces discordantes como Lope de Vega. En vida del autor se realizaron dieciséis ediciones y se tradujeron al inglés y el francés. En 1614 se publicó en Tarragona, una segunda parte firmada por un tal Alonso Fernández de Avellaneda, debía ser un rival de Cervantes o que había de pertenecer al circulo de Lope de Vega ya que lo trataba mal. Esto llevó a Miguel de Cervantes a publicar la segunda parte en 1615.

• CARACTERÍSTICAS DEL QUIJOTE

El origen y las fuentes del Quijote están íntimamente ligados a la intervención con que se escribió que era  parodiar los libros de caballerías, por lo tanto, los modelos son las novelas de caballería como Amadís de Gaula, Amadís de Grecia y Tirant lo Blanch.
También le ha influido un anónimo entremés de los romances en los que el protagonista se vuelve loco al leer mucho y también se pueden ver como a influencias los cuentecillos tradicionales que interpola en el Quijote. Sea cuál sea las fuentes se tienen que ver o valorar que es una obra elaborada de forma muy compleja que va más allá de lo cómico para entrar en el mundo profundo de lo humorístico. Todo lo que escribía lo hacía con una sonrisa en los labios.

• LA PARODIA Y EL EQUÍVOCO CÓMICO

Con la intención paródica que Cervantes confiesa en el prólogo está estrechamente relacionado con el enfoque realista de la novela pero por otro lado al poner en práctica la parodia de los libros de caballerías, desvirtúa la realidad a través de las fantásticas alucinaciones del protagonista.
Al principio la transición de la realidad es sólo un esfuerzo pero después son otros personajes quienes sepercatan de su locura bien para ayudarle o para burlarse de él.
El Quijote es una narración humorística pero por medio de la broma se pueden decir cosas serias. A través del humor nos transmite Cervantes su visión de mundo, no precisamente cómica, pero que si se podía teñir de un honor agridulce y muchas escenas cómicas que se dan en la obra están más quietos.
• PERSONAJES

El número de personajes no varia de los setecientos, hacen del libro un verdadero microcosmos. Cervantes que era un hombre maduro, viere en su novela una buena dosis de experiencia vital encarnada en personas de vivencias: curas, alguaciles, bachilleres...
Pero gracias a su arte, los vivimos de carne y hueso y a cada unos los trata de forma individualizada. Los dos protagonistas son Don Quijote y Sancho. Quijote es el verdadero protagonista. Se trata de un loco muy peculiar, su locura, no afecta más que a lo tocante libros de caballerías. En todo lo demás se siente sensato e inteligente. Se considera una persona bondadosa y noble, generosa, valiente, tolerante... aunque a veces demuestra un rasgo de terquedad. Su personalidad se configura por la lucha de lo que quiere ser y su verdadera personalidad.
La segunda parte cambia la personalidad ya que la fantasía que ha reflejado se encuentra que los personajes y cae en su propia trampa. Al final muere.

El co−protagonista es Sancho; se tiende a creer que Sancho es la antítesis del Quijote ya que él es cobarde, bajito, gordo... y el Quijote es valiente, alto, delgado... pero a pesar de estos rasgos también se reflejan actitudes propias de una persona sensata y honrada. Al principio Cervantes pensó en dibujar un buen hombre pero al final su psicología es más profunda y nos lo plantea de una forma ilusa estética... y a lo largo del retrato se contagia del habla y la mentalidad del Quijote. Y al final cuando Quijote se desanima, es Sancho quien lo ayuda a seguir.
• 
PERSONAJES SECUNDARIOS

Los personajes secundarios son los que reflejan la obra a través de la técnica realista, nos los presenta de carne hueso. Y en ellos ser revela un hondo conocimiento del alma humana reflejando un retablo crítico de la España del siglo XVII.
 INTENCIÓN E INTERPRETACIÓN

La intención o interpretación ha sido objeto de innumerables enfoques y su misma riqueza hace que sea de él en conclusiones distintas. Sus contemporáneos lo vieron como un libro divertido ya que en él se ridiculizaban las novelas de caballería.
En el romanticismo lo interpretaba como un héroe, generoso e ideal y Sancho un personaje materialista.
En conjunto, la novela se concibió como una parodia despiadada, pero al final Cervantes le supo sacar más jugo y juego a toda la temática y es la que sustenta esta genial creación.

Jorge Luis Borges

El Zahir
(El Aleph, 1949)
En Buenos Aires el Zahir es una moneda común de veinte centavos; marcas de navaja o de cortaplumas rayan las letras N T y el número dos; 1929 es la fecha grabada en el anverso. (En Guzerat, a fines del siglo XVIII, un tigre fue Zahir; en Java, un ciego de la mezquita de Surakarta, a quien lapidaron los fieles; en Persia, un astrolabio que Nadir Shah hizo arrojar al fondo del mar; en las prisiones de Mahdí, hacia 1892, una pequeña brújula que Rudolf Carl von Slatin tocó, envuelta en un jirón de turbante; en la aljarra de Córdoba, según Zotenberg, una veta en el mármol de uno de los mil doscientos pilares; en la judería de Tetuán, el fondo de un pozo.) Hoy es el trece de noviembre; el día siete de junio, a la madrugada llegó a mis manos el Zahir; no soy el que era entonces pero aún me es dado recordar; y acaso referir, lo ocurrido. Aún, siquiera parcialmente, soy Borges.
El seis de junio murió Teodelina Villar. Sus retratos, hacia 1930, obstruían las revistas mundanas; esa plétora acaso contribuyó a que la juzgaran muy linda, aunque no todas las efigies apoyaran incondicionalmente esa hipótesis. Por lo demás, Teodelina Villar se preocupaba menos de la belleza que de la perfección. Los hebreos y los chinos codificaron todas las circunstancias humanas; en la Mishnah se lee que, iniciando el crepúsculo del sábado, un sastre no debe salir a la calle con una aguja; en el Libro de los Ritos que un huésped, al recibir la primera copa, debe tomar aire grave y al recibir la segunda, un aire respetuoso y feliz. Análogo, pero más minucioso, era el rigor que se exigía Teodelina Villar. Buscaba, como el adepto de Confucio o el talmudista, la irreprochable corrección de cada acto, pero su empeño era más admirable y más duro, porque las normas de su credo no eran eternas, sino que se plegaban a los azares de París o de Hollywood. Teodelina Villar se mostraba en lugares ortodoxos, a la hora ortodoxa, con atributos ortodoxos, con desgano ortodoxo, pero el desgano, los atributos, la hora los lugares caducaban casi inmediatamente y servirían (en boca de Teodelina Villar) para definición de lo cursi. Buscaba lo absoluto, como Flaubert, pero lo absoluto en lo momentáneo. Su vida era ejemplar y, sin embargo, la roía sin tregua una desesperación interior. Ensayaba continuas metamorfosis, como para huir de sí misma; el color de su pelo y las formas de su peinado eran famosamente inestables. También cambiaban la sonrisa, la tez, el sesgo de los ojos. Desde 1932, fue estudiosamente delgada... La guerra le dio mucho qu epensar. Ocupado París por los alemanes ¿cómo seguir la moda? Un extranjero de quien ella siempre había desconfiado se permitió abusar de su buena fe para venderle una porción de sombreros cilíndricos; al año, se propaló que esos adefesios nunca se habían llevado en París y por consiguiente no eran sombreros, sino arbitrarios y desautorizados caprichos. Las desgracias no vienen solas; el doctor Villar tuvo que mudarse a la calle Aráoz y el retrato de su hija decoró anuncios de cremas y de automóviles. (¡Las cremas que harto se aplicaba, los automóviles que ya no poseía!) Ésta sabía que el buen ejercicio de su arte exigía una gran fortuna; prefirió retirarse a claudicar. Además, le dolía competir con chicuelas insustanciales. El siniestro departamento de Aráoz resultó demasiado oneroso; el seis de junio, Teodelina Villar cometió el solecismo de morir en pleno Barrio Sur. ¿Confesaré que, movido por la más sincera de las pasiones argentinas, el esnobismo, yo estaba enamorado de ella y que su muerte me afectó hasta las lágrimas? Quizá ya lo haya sospechado el lector.
En los velorios, elprogreso de la corrupción hace que el muerto recupere sus caras anteriores. En alguna etapa de la confusa noche del seis, Teodelina Villar fue mágicamente la que fue hace veinte años; sus rasgos recobraron la autoridad que dan la soberbia, el dinero, la juventud, la conciencia de coronar una jerarquía, la falta de imaginación, las limitaciones, la estolidez. Más o menos pensé: ninguna versión de esa cara que tanto me inquietó será la última, ya que pudo ser la primera. Rígida entre las flores la dejé, perfeccionando su desdén por la muerte. Serían las dos de la mañana cuando salí. Afuera, las previstas hileras de casas bajas y de casas de un piso habían tornado ese aire abstracto que suelen tomar en la noche, cuando la sombra y el silencio las simplifican. Ebrio de una piedad cas impersonal, caminé por las calles. En la esquina de Chile y de Tacurí vi un almacén abierto. En aquel almacén, para mí desdicha, tres hombres jugaban al truco.
En la figura que se llama oximoron, se aplica a una palabra un epíteto que parece contradecirla; así los gnósticos hablaron de luz oscura, los alquimistas, de un sol negro. Salir de mi última visita a Teodelina Villar y tomar una caña en un almacén era una especie de oxímoron; su grosería y su facilidad me tentaron. (La circunstancia de que se jugara a los naipes aumentaba el contraste.) Pedí una caña de naranja; en el vuelto me dieron el Zahir; lo miré un instante; salí a la calle tal vez con un principio de fiebre. Pensé que no hay moneda que no sea símbolo de las monedas que sin fin resplandecen en la historia y la fábula. Pensé en el óbolo de Caronte; en el óbolo que pidió Belisario; en los treinta dineros de Judas; en las dracmas de la cortesana Laís; en la anrigua moneda que ofreció uno de los durmientes de Éfeso; en las claras monedas del hechicero de las 1001 Noches, que después eran círculos de papel; en el denario inagotable de Isaac Laquedem; en las sesenta mil piezas de plata, una por cada verso de una epopeya, que Firdusi devolvió a un rey porque no eran de oro; en la onza de oro que hizo clavar Ahab en el mástil; en el florín irreversible de Leopold Bloom; en el luis cuya efigie delató, cerca de Varennes, al fugitivo Luis XVI. Como en un sueño, el pensamiento de que toda moneda permite esas iluestres connotaciones me pareció de vasta, aunque inexplicable, importancia. Recorrí, con creciente velocidad, las calles y las plazas desiertas. El cansancio me dejó en una esquina. Vi una sufrida verja de fierro; detrás vi las baldosas negras y blancas del atrio de la Concepción. Había errado en círculo; ahora estaba a una cuadra del almacén donde me dieron el Zahir.
Doblé; la ochava oscura me indicó, desde lejos, que el almacén ya estaba cerrado. En la calle Belgrano tomé un taxímetro. Insomne, poseído, casi feliz, pensé que nada hay menos material que el dinero, ya que cualquier moneda (una moneda de veinte centavos, digamos) es, en rigor, un repertorio de futuros posibles. El dinero es abstracto, repetí, el dinero es tiempo futuro. Puede ser una tarde en las afueras, puede ser música de Brahms, puede ser mapas, puede ser ajedrez, puede ser café, puede ser las palbras de Epicteto, que enseñan el desprecio del oro; es un Proteo más versátil que el de la isla de Pharos. Es tiempo imprevisible, tiempo de Bergson, no duro tiempo del Islam o del Pórtico. Los deterministas niegan que haya en el mundo un solo hecho posible, id est un hecho que pudo acontecer; una moneda simboliza nuestro libre albedrío. (No sospechaba yo que esos <> eran un artificio contra el Zahir y una primera forma de demoníaco influjo.) Dormí tras de tenaces cavilaciones, pero soñé que yo era las monedas que custodiaba un grifo.
Al otro día resolví que yo había estado ebrio. También resolví librarme de la moneda que tanto me inquietaba. La miré: nada tenía de particular, salvo unas rayaduras. Enterarla en el jardín o esconderla en un rincón de la biblioteca hubiera sido lo mejor, pero yo quería alejarme de su órbita. Preferí perderla. No fui al Pilar, esa mañana, ni al cementerio; fui, en subterráneo, a Constitución y de Constitución a San Juan y Boedo. Bajé impensadamente, en Urquiza; me dirigí aloeste y al sur; barajé, con desorden estudioso, unas cuantas esquinas y en una calle que me pareció igual a todas, entré en un boliche cualquiera, pedí una caña y la pagué con el Zahir. Entrecerré los ojos, detrás de los cristales ahumados; logré no ver los números de las casas ni el nombre de la calle. Esa noche, tomé una pastilla de veronal y dormí tranquilo.
Hasta fines de junio me distrajo la tarea de componer un relato fantástico. Éste encierra dos o tres perifrasis enigmáticas —en lugar de sangre pone agua de la espada; en lugar de oro, lecho de la serpiente— y está escrito en primera persona. El narrador es un asceta que ha renunciado al trato de los hombres y vive en una suerte de páramo. (Gnitaheidr es el nombre de ese lugar.) Dado el candor y la sencillez de su vida, hay quienes lo juzgan un ángel; ello es una piadosa exageración, porque no hay hombre que esté libre de culpa. Sin ir más lejos, él mismo ha degollado a su padre; bien es verdad que éste era un famoso hechicero que se había apoderado, por artes mágicas, de un tesoro infinito. Resguardar el tesoro de la insana codicia de los humanos es la misión a la que ha dedicado su vida; día y noche vela sobre él. Pronto, quizá demasiado pronto, esa vigilia tendrá fin: las estrellas le han dicho que ya se ha forjado la espada que la tronchará para siempre. (Gram es el nombre de esa espada.) En un estilo cada vez más tortuoso, pondera el brillo y la flexibilidad de su cuerpo; en algún párrafo habla distraídamente de escamas; en otro dice que el tesoro que guarda es de oro fulgurante y de anillos rojos. Al final entendemos que el asceta es la serpiente Fafnir y el tesoro en que yace, el de los Nibelungos. La aparición de Sigurd corta bruscamente la historia.
He dicho que la ejecución de esa fruslería (en cuyo decurso intercalé, seudoeruditamente, algún verso de la Fáfnismál) me permitió olvidar la moneda. Noches hubo en que me creí tan seguro de poder olvidarla que voluntariamente la recordaba. Lo cierto es que abusé de esos ratos; darles principio resultaba más fácil que darles fin. En vano repetí que ese abominable disco de niquel no difería de los otros que pasan de una mano a otra mano, iguales, infinitos e inofensivos. Impulsado por esa reflexión, procuré pensar en otra moneda, pero no pude. También recuerdo algún experimento, frustrado, con cinco y diez centavos chilenos, y con un vintén oriental. El dieciséis de julio adquirí una libra esterlina; no la miré durante el día, pero esa noche (y otras) la puse bajo un vidrio de aumento y la estudié a la luz de una poderosa lámpara eléctrica. Después la dibujé con un lápiz, a través de un papel. De nada me valieron el fulgor y el dragón y el San Jorge; no logré cambiar de idea fija.
El mes de agosto, opté por consultar a un psiquiatra. No le confié toda mi ridícula historia; le dije que el insomnio me atormentaba y que la imagen de un objeto cualquiera solía perseguirme; la de una ficha o la de una moneda, digamos... Poco después, exhumé en una librería de la calle Sarmiento un ejemplar de Urkunden zur Geschichte der Zahirsage (Breslau, 1899) de Julius Barlach.
En aquel libro estaba declarado mi mal. Según el prólogo, el autor se propuso “reunir en un solo volumen en manuable octavo mayor todos los documentos que se refieren a la superstición del Zahir, incluso cuatro piezas pertenecientes al archivo de Habicht y el manuscrito original de informe de Philip Meadows Taylor”. La creencia en el Zahir es islámica y data, al parecer, del siglo XVIII. (Barlach impugna los pasajes que Zotenberg atribuye a Abulfeda.) Zahir, en árabe, quiere decir notorio, visible; en tal sentido, es uno de los noventa y nueve nombres de Dios; la plebe, en tierras musulmanas, lo dice de <>. El primer testimonio incontrovertido es el del persa Lutf Alí Azur. En las puntuales páginas de la enciclopedia biográfica titulada Templo del Fuego, ese polígrafo y derviche ha narrado que en un colegio de Shiraz hubo un astrolabio de cobre, “construido de tal suerte que quien lo miraba una vez no pensaba en otra cosa y así el rey ordenó que lo arrojaran a lo más profundo del mar, para que los hombres no se olvidaran del universo”. Más dilatado es el informe de Meadow Taylos, que sirvió al nizam de Haidarabad y compuso la famosa novela Confessions of a Thug. Hacia 1832, Taylor oyó en los arrabales de Bhuj la desacostumbrada locución “Haber visto al Tigre” (Verily he has looked on the Tiger) para significar la locura o la santidad. Le dijeron que la referencia era a un tigre mágico, que fue la perdición de cuantos lo vieron, aun de muy lejos, pues todos continuaron pensando en él, hasta el fin de sus días. Alguien dijo que uno de esos desventurados había huido a Mysore, donde había pintado en unpalacio la figura del tigre. Años depsués, Taylor visitó las cárceles de ese reino; en la de Nithur el gobernador le mostró una celda, en cuyo piso, en cuyos muros, y en cuya bóveda un faquir musulmán había diseñado (en bárbaros colores que el tiempo, antes de borrar, afinaba) una especie de tigre infinito. Ese tigre estaba hecho de muchos tigres, de vertiginosa manera; lo atravesaban tigres, estaba rayado de tigres, incluía mares e Himalayas y ejércitos que parecían otros tigres. El pintor había muerto hace muchos años, en esa misma celda; venía de Sind o acaso de Guzerat y su propósito inicial había sido trazar un mapamundi. De ese propósito quedaban vestigios en la monstruosa imagen. Taylor narró la historia a Muhammad Al-Yemení, de Fort William; éste le dijo que no había criatura en el orbe que no propendiera a Zaheer[1], pero que el Todomisericordioso no deja que dos cosas lo sean a un tiempo, ya que una sola puede fascinar muchedumbres. Dijo que siempre hay un Zahir y que en la Edad de la Ignorancia fue elídolo que se llamó Yaúq y después el profeta del Jorasán, que usaba un velo recamado de piedras o una máscara de oro[2]. También dijo que Dios es inescrutable.
Muchas veces leí la monografía de Barlach. Yo desentraño cuáles fueron mis sentimientos; recuerdo la desesperación cuando comprendí que ya nada me salvaría, el intrínseco alivio de saber que yo no era culpable de mi desdicha, la envidia que me dieron aquellos hombres cuyo Zahir no fue una moneda sino un trozo de mármol o un tigre. Qué empresa fácil no pensar en un tigre, reflexioné. También recuerdo la inquietud singular con que leí este párrafo: “Un comentador del Gulshan i Raz dice que quien ha visto al Zahir pronto verá la Rosa y alega un verso interpolado en el Asrar Nama (Libro de las cosas que se ignoran) de Attar: el Zahir es la sombra de la Rosa y la rasgadura del Velo”.
La noche que velaron a Teodelina, me sorprendió no ver entre los presentes a la señora de Abascal, su hermana menor. En octubre, una amiga suya me dijo:
—Pobre Julita, se había puesto rarísima y la internaron en el Bosch. Cómo las postrará a las enfermeras que le dan de comer en la boca. Sigue dele temando con la moneda, idéntica al chauffeur de Morena Sackmann.
El tiempo, que atenúa los recuerdos, agrava el del Zahir. Antes yo me figuraba el anverso y después el reverso; ahora, veo simultáneamente los dos. Ello no ocurre como si fuera de cristal el Zahir, pues una cara no se superpone a la otra; más bien ocurre como si la visión fuera esférica y el Zahir campeara en el centro. Lo que no es el Zahir me llega tamizado y como lejano: la desdeñosa imagen de Teodelina, el dolor físico. Dijo Tennyson que si pudiéramos comprender una sola flor sabríamos quiénes somos y qué es el mundo. Tal vez quiso decir que no hay hecho, por humilde que sea, que no implique la historia universal y su infinita concatenación de efectos y causas. Tal vez quiso decir que el mundo visible se da entero en cada representación, de igual manera que la voluntad, según Schopenhauer, se da entera en cada sujeto. Los cabalistas entendieron que el hombre es un microcosmo, un simbólico espejo del universo; todo, según Tennyson, lo sería. Todo, hasta el intolerable Zahir.
Antes de 1948, el destino de Julia me habrá alcanzado. Tendrán que alimentarme y vestirme, no sabré si es de tarde o de mañana, no sabré quién fue Borges. Calificar de terrible ese porvenir es una falacia, ya que ninguna de sus circunstancias obrará para mí. Tanto valdría mantener que es terrible el dolor de un anestesiado a quien le abren el cráneo. Ya no percibiré el universo, percibiré el Zahir. Según la doctrina idealista, los verbos vivir y soñar son rigurosamente sinónimos; de miles de apariencias pasaré a una; de un sueño muy complejo a unsueño muy simple. Otros soñarán que estoy loco y yo con el Zahir. Cuando todos los hombres de la tierra piensen, día y noche, en el Zahir, ¿cuál será un sueño y cuál una realdad, la tierra o el Zahir?
En las horas desiertas de la noche aún puedo caminar por las calles. El alba suele sorprenderme en un banco de la plaza Garay, pensando (procurando pensar) en aquel pasaje del Asrar Nama, donde se dice que Zahir es la sombra de la Rosa y la rasgadura del Velo. Vinculo ese dictamen a esa noticia: Para perderse enDios, los sufíes repiten su propio nombre o los noventa y nueve nombres divinos hasta que éstos ya nada quieren decir. Yo anhelo recorrer esa senda. Quizá yo acabe por gastar el Zahir a fuerza de pensarlo y de repensarlo, quizá detrás de la moneda esté Dios.

A Wally Zenner.


[1] Así escribe Taylor esa palabra.

[2] Barlach observa que Yaúq figura en Alcorán (LXXXI, 23) y que el profeta es Al-Moqanna (El Velado) y que nadie, fuera del sorprendente corresponsal Philip Meadows Taylor, los ha vinculado al Zahir.

El Zahir
De Wikipedia, la enciclopedia libre 

Para otros usos de este término, véase El Zahir (desambiguación). 
El Zahir es un cuento del escritor argentino Jorge Luis Borges que integra El Aleph, colección de cuentos y relatos publicada en 1949.
Este cuento fue publicado originalmente en Los anales de Buenos Aires, año 2, número 17, julio de 1947 (páginas 30-37). Los anales de Buenos Aires era una revista fundada en 1946 por la institución que llevaba el mismo nombre.
Borges se referiría en muchas ocasiones a este cuento cuando debía explicar el proceso de la escritura. Sostuvo en distintas conferencias que el texto había nacido de una reflexión alrededor de la palabra inglesa unforgettable (inolvidable). ¿Qué sucedería si algo fuera efectivamente inolvidable?, pensaba el escritor, y suponía que en esa circunstancia sería imposible pensar en otra cosa que no fuera el objeto inolvidable.
La palabra zahir se refiere en el cuento a una expresión de origen árabe que "quiere decir notorio, visible; en tal sentido es uno de los noventa y nueve nombres de Dios".
El poder que ejerce un objeto sobre las personas es un tópico que Borges retoma en distintas ocasiones a lo largo de su obra. Un ejemplo es el cuento El libro de arena, de 1979, donde también se encuentran otros recursos de El Zahir, como la forma en que se deshace del objeto fantástico.

El cuento comienza con una enumeración de objetos que han sido el Zahir: una moneda de 20 centavos en Buenos Aires, un tigre en Guzerat en el siglo XVIII, un astrolabio en Persia, una brújula en el siglo XIX, una veta en el mármol de un pilar en la aljama de Córdoba, el fondo de un pozo en Tetuán.
La historia es relatada en primera persona; el narrador-protagonista lleva el mismo nombre que el autor empírico (Borges). Dice estar escribiendo esta historia cinco meses después de haber encontrado el Zahir, hecho acaecido un 7 de junio luego de asistir al velorio de Teodelina Villar. Ya en el comienzo del relato se percibe el influjo que el objeto tuvo sobre el personaje.
Teodelina Villar había sido un símbolo de la moda de quien el personaje había estado enamorado. Teodelina representa lo efímero, lo fugaz, lo perenne, que contrasta con lo inmutable del Zahir.
Borges recibe el Zahir como vuelto por el pago de una bebida alcohólica, una caña; se trata de una moneda de veinte centavos que estudia brevemente y que gradualmente comienza a ocupar su pensamiento. Al día siguiente se deshace de ella al darla en pago de una caña en un almacén distinto, cuyo paradero se esfuerza en ignorar.
Obsesionado por esa moneda, Borges encuentra distintas referencias históricas del Zahir, acompañadas de meditaciones de características místicas o religiosas.
El Zahir irá ocupando cada vez con más intensidad todos su pensamientos, hasta que llegará el momento en que Borges prevé que dejará de percibir el universo para contemplar únicamente el Zahir.



   

"El Zahir"

Completa, junto a La escritura del dios y El Aleph, el trío de relatos tejidos en torno al tema del microcosmos panteísta. Enmarcado en una historia trivial —la de Teodolina Villar—, Borges desarrolla un tema transcendente: algún objeto del universo tiene propiedades absolu­tas. Protagonista de su propio cuento, Borges lo es­cribe cuando “aún, siquiera parcialmente, soy Bor­ges”. Se resume a continuación el contenido del cuen­to, párrafo por párrafo: 

1. Enumeración de las distintas apariencias que el Zahir ha tomado a lo largo de la historia y de la geografía. 

2. Brusca introducción del tema Teodolina Villar: “El seis de junio murió Teodolina Villar”. Descripción irónica de la muchacha, bella, insustan­cial, seguidora servil de la moda. 

3. Descripción del velatorio de Teodolina, sin que falte alguna observación genérica, como es frecuente en el autor: “En los velorios, el progreso de la corrupción hace que el muerto recupere sus caras an­teriores”. 

4‑5. A la salida del velatorio, de madrugada, el narrador recibe el Zahir como cambio de la consumición que hace en un bar. Reflexión acerca de las monedas: “Pensé que no hay moneda que no sea símbolo de las monedas que sin fin resplandecen en la historia y en la fábula. Pensé en el óbolo de la viu­da; en el óbolo que pidió Belisario; en los treinta dineros de Judas (...)”. Primeras alusiones al influ­jo del Zahir. (Borges introduce sabiamente los argen­tinismos dentro del castellano más cosmopolita. En estos dos párrafos hay no menos de seis localismos: 'almacén', por bar; 'truco', juego de taberna; 'cua­dra', por manzana de casas; 'vuelto', por vuelta o cambio; 'caña de naranja', etc.). 

6‑9. Se desprende de la moneda, en un intento de liberarse de su influjo, que no conocemos todavía con detalle, pero que adivinamos maléfico. El gesto re­sulta vano: la imagen de la moneda, ahora claramente, le obsesiona y le persigue. 

10‑11. Un libro de Julius Barlach le desvela la na­turaleza de su mal. En ese libro se mencionan “todos los documentos que se refieren a la superstición del Zahir”, muchos de los cuales son descritos. “Muchas veces leí la monografía de Barlach. No desentraño cuáles fueron mis sentimientos; recuerdo la desesperación cuando comprendí que ya nada me salvaría...” Adivinamos que la naturaleza del malefi­cio está en la imposibilidad de dejar de pensar en el objeto‑Zahir. 

12‑14. Reaparece el tema Teodolina Villar. Es posi­ble que otra persona sea también objeto del malefi­cio. El tema central es relanzado, ahora de forma na­rrativa: “El tiempo, que atenúa los recuerdos, agrava el del Zahir. Antes, yo me figuraba el anverso, y después el reverso; ahora, veo simultáneamente los dos”. “Antes del 1948 (...) ya no percibiré el uni­verso, percibiré el Zahir”. 

15. Termina el relato con un salto de lo concreto a lo abstracto. “En las horas desiertas de la noche aún puedo caminar por las calles” (el adjetivo 'desier­tas', que debería calificar a calles —son las que están sin gente— ha sido desplazado a 'horas'. Es un recurso estilístico llamado hipalage, utilizado a ve­ces por Borges con un sentido muy literario, de efec­to desrealizador). El salto a lo abstracto se da en el desenlace. “Quizá yo acabe por gastar el Zahir a fuerza de pensarlo y de repensarlo; quizá detrás de la moneda está Dios”. La moneda es símbolo del uni­verso y, por lo mismo, en cierto modo —dentro de esta óptica—, de Dios.


El Aleph 

La estructura narrativa del relato que da nombre al volumen es análoga a la de El Zahir: dentro de la narración de algo trivial —la muerte de Beatriz Vi­terbo y las fatuas pretensiones de su primo, Carlos Argentino— se coloca el episodio trascendental de la contemplación del Aleph. Este es un microcosmos, “uno de los puntos del espacio que contienen todos los puntos”. 

Inicia el relato la mención de la muerte de Bea­triz Viterbo, acaecida años antes del episodio cen­tral, y lo cierra una postdata ficticiamente poste­rior a la redacción del cuento: hay, pues, tres puntos de referencia cronológicos. 

Borges, que aparece como protagonista narrador, evoca a la Bella Beatriz, de la que anduvo semienamo­rado. Era una bonaerense de ascendencia italiana. Con la de la mujer, se mezcla la descripción-presentación de su primo, Carlos Argentino, “rosado, considerable, canoso, de rasgos finos. Ejerce no sé qué cargo subalterno en una biblioteca ilegible en los arrabales del sur; es autoritario, pero también es ineficaz (...). Su actividad mental es continua, apasionada, versátil y del todo insignificante”. Este tipo, presentado con tan fino sarcasmo, es, además, autor de un poema infinito y pretencioso “que se ti­tulaba La Tierra; tratábase de una descripción del planeta, en la que no faltaban, por cierto, la pintoresca disgresión y el gallardo apóstrofe”, apostilla con ironía Borges. 

Una cuarta parte del cuento está destinada a iro­nizar sobre el poeta y su “pedantesco fárrago”. A la mitad del texto es introducido el tema Aleph: Carlos Argentino participa a Borges su tribulación por el anuncio del derribo de la casa familiar que él habi­ta, y, al paso, le hace la confidencia de que en el sótano de la vivienda amenazada hay un Aleph. Acepta mostrárselo a Borges. Aquí hay una introducción moro­samente retardada: larga espera en la casa; miedo a ser burlado, preparación en el sótano. Finalmente se describe la contemplación del microcosmos: “Cerré los ojos, los abrí. Entonces vi el Aleph. Arribo, ahora, al inefable centro de mi relato; empieza, aquí, mi desesperación de escritor (...). El problema central es irresoluble: la enumeración, siquiera parcial, de un conjunto infinito. En ese instante gigantesco, he visto millones de actos deleitables o atroces; ningu­no me asombró como el hecho de que todos ocuparan el mismo punto, sin superposición y sin transparencia. Lo que vieron mis ojos fue simultáneo: lo que transcribiré, sucesivo, porque el lenguaje lo es (...). Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muche­dumbres de América (...), vi las sombras oblicuas de unos helechos en el suelo de un invernadero, vi ti­gres, émbolos, bisontes, marejadas y ejércitos, vi todas las hormigas que hay en la tierra...” 

Apenas hay consecuencias de esta visión: “temí que no quedara una sola cosa capaz de sorprenderme, temí que no me abandonara jamás la impresión de volver. Felizmente, al cabo de unas noches de insomnio, me trabajó otra vez el olvido”. 

La “postdata” de 1943 retoma los dos temas del cuento: Carlos Argentino ha visto su ridículo poema editado y premiado. En cuanto al Aleph, añade algunos datos eruditos y la desconcertante opinión de que “el Aleph de la calle Garay era un falso Aleph”. Da especiosas razones que atrapan al lector en un deliberado juego de despropósitos. Cierra la “postdata” con la melancólica frase final: “Nuestra mente es porosa para el olvido; yo mismo estoy falseando y perdiendo, bajo la trágica erosión de los años, los rasgos de Beatriz”. 

“El Túnel” Ernesto Sábato
El Túnel es una novela que tiene como uno de sus temas claves el existencialismo y refleja claramente los peligros de la abstracción del mundo contemporáneo.
La historia es una narración en primera persona a cargo de Juan Pablo Castel, un pintor alabado por la crítica, pero incapaz de relacionarse porque cree que nadie comprende el verdadero significado de su obra. Es en definitiva un solitario que pretende reducir todo a la lógica, incluidos los sentimientos. Y entonces se encuentra con María Iribarne, una mujer capaz de entender su obra. Obsesivo, celoso, cruel e irracional, dentro de su propia racionalidad, Castel va formando una cadena de razonamientos que lo lleva a la locura, y consecuentemente al homicidio. El comportamiento y las actitudes de Castel son propios de una persona desquiciada, siendo muy egoísta y egocéntrica, productos de la incomunicación de éste con la gente: se siente marginado y ajeno a la sociedad. Un ejemplo de esto es cuando mata a María, la persona que de la que supuestamente enamorado, guiado por los celos y basado pura y exclusivamente en especulaciones, nunca confirmando nada.
Escribe el relato motivado por un sentimiento de vanidad y para que el lector se ponga de su lado, además de ser una justificación de sus acciones. Utilaza esta confesión como una especie de catarsis para canalizar su culpa. “¡¡Ah, y sin embargo te maté!! ¡¡Y he sido yo quien te a matado, yo, que veía a través de un muro de vidrio, sin poder tocarlo, tu rostro mudo y ansioso!!” (Capítulo XIII)
María era un ser complejo que estaba solo en el mundo y encontró en Castel alguien que podía acompañarla. Ambos tenían una visión muy pesimista del mundo. María se caracterizaba por tener actitudes maternales con los seres que la rodeaban: los sobreprotegía constantemente. Mantenía con su entorno amoroso una relación enfermiza donde prevalecía la dependencia y se confundía amor con comprensión, compasión y compañía. Era un ser muy inseguro que necesitaba fervientemente sentirse imprescindible y ser útil en el mundo. Es por esto que buscaba personas incomprendidas, y en cierta medida ella se veía reflejada en ellos. En consecuencia, nada podía hacer para ayudarlos; peor todavía: se hacía más daño a ella misma y a ellos. “Con una voz también diferente (María) agregó: Pero no se que ganará con verme, hago mal a todos los que se me acercan.” (Capítulo IX)
Cuando Juan Pablo Castel ve a María por primera vez, observando la ventanita, se siente identificado con ella y piensa que María puede ser la única que lo puede llegar a comprender y no se permite otras opciones, lo que lo lleva a obsesionarse con ella. La principal importancia de esta escena es que representa la situación psicológica de Castel, por eso siente que cuando María se detiene a observarla que al fin alguien puede ser capaz de entenderlo. El razonamiento de Castel no admite otra posibilidad que no sea esa, y como es muy posesivo considera que María pasa a ser su propiedad. Esta situación empeora casi sin remedio ya que María no se podía brindar a Castel completamente ya que tenía otra vida ajena y secreta a éste. Por esta causa, se empieza a desesperar porque a medida que va descubriendo la vida oculta de María se siente cada vez más alejado de ella, entonces, realiza un último intento de fijarla para la eternidad. Aunque también es un último y catastrófico intento de poseerla en forma absoluta. 
Para Castel su madre representaba la bondad absoluta personificada. Sin embargo ella no está a salvo de las críticas negativas de su hijo ya que justifica su bondad como cierta forma de vanidad, ante su imposibilidad de semejarse a ella. Esto revela el fuerte complejo de Edipo del protagonista. “Cuando yo era chico me desesperaba ante la idea de que mi madre debía morirse un día (…) no imaginaba que mi madre pudiese tener defectos. (…) Me dolía descubrir que debajo de sus acciones se ocultaba sutilísimos ingredientes de vanidad y orgullo.” (Capítulo II)
El análisis de la relación con su madre es imprescindible para entender de forma cabal su relación con María ya que de esto se puede inferir que lo que Castel buscaba en ella es una especie de figura maternal que carece de defectos y reacciona violentamente a la luz de los mismos. Un símbolo de esto es el título del cuadro “Maternidad”, que es el que contiene a la ventanita, a la cual María pone mucha atención.
Otra figura femenina que aparece en la novela es Mimí, que vivía junto a Hunter en la estancia. Ella representaba todo lo que Castel odia de la sociedad. Era una aristócrata superficial que vivía en función de la imagen frente a un determinado entorno social. La presentaba como una persona frívola, preocupada por trivialidades, uno representaba un rival de importancia en la vida de María con respecto a él, como si lo representaba Hunter. Éste era conocido por ser mujeriego y Castel no entendía como un ser de esta naturaleza podía tener una conexión con María y hasta que punto ella se rebajaba a su nivel.
Otra de las personas con la que María se relacionaba y por la cual Castel sentía celos era por Allende, el esposo ciego de María. Cuando se casaron, ésta lo quería, pero con el transcurso del tiempo este amor fue disminuyendo y se transformo en cariño fraternal. Ella lo consideraba un compañero y sentía gran ternura por él. Sin embargo, cuando estaba a su lado María se sentía un ser culpable y mezquino debido a que lo admiraba fervientemente.
Allende era la única persona que estaba conciente y aceptaba a María completamente, resignándose a su condición en vez de tenerla lejos. Este personaje es ciego, lo que significa que siente el mundo y lo comprende más profundamente con el corazón. Por esto de ve que quiere representar la sabiduría de Allende y que la decisión que tomó fue la mejor. “¡Si! - grité - ¡Yo lo engañaba a usted y ella nos engañaba a todos! ¡Pero ahora ya no podrá engañas a nadie! ¿Comprende? ¡A nadie! ¡A nadie! - ¡Insensato! - aulló el ciego con una voz de fiera…”
Juan Pablo Castel tiene diversas razones para llevar a cabo el homicidio de la única persona que, según él, lo entendía. En primer lugar, cabe destacar que el protagonista tenía una psicología bastante extremista y pensaba que si un individuo era malicioso era preferible matarlo a que siga haciendo mal: “¿Un individuo es pernicioso? Pues se lo liquida y se acabó. Esto es lo que yo llamo una buena acción Piensen en cuanto peor es para la sociedad que ese individuo siga destilando su veneno y que en vez de eliminarlo se quiera contrarrestar su acción recurriendo a anónimos, maledicencias y otras bajezas humanas.” (Capítulo I) Esta cita devela la marcada soberbia de Castel que se ve en la egoísta posición de decidir quien vive y quien no, un poco como jugando a Dios. Es sorprendente también que en todo el relato no se haga una exposición clara de sus opiniones acerca de Dios, como omitiéndolo. Esto confirma que el protagonista se rehúsa a ser regido por algo que no sea la razón: no da a lugar a la posibilidad que el Absoluto no tenga una explicación lógica y racional.
Una clave para entender qué lo lleva a matar a María es que no podía aceptar que ella podía querer a Hunter más que a él, debido a que no podía concebir la opción de un engaño, ni mucho menos aguantar los celos que esto le producía. En ese momento lo que piensa Castel es que el daño que María le estaba ocasionando a Hunter, a Richard en su momento, Allende y a el ilusionándolos y engañándolos era peor que el daño que les iba a hacer a ellos con la muerte de María.
Por otro lado, Juan Pablo Castel, al sentirse tan identificado con María, intenta suprimir el odio a sí mismo matándola a ella.
El final, la manera en que la mata es aberrante, primero haciéndole saber su cometido y luego acuchillándola varias veces. Después de una serie d especulaciones sobre los repetidos engaños de María la persigue a la estancia donde, según el las “confirma”. De esta manera se ve en la obligación de matarla para que no engañe a nadie.

Analía Seoane
Tema: El nombre de la rosa (bosquejo del trabajo práctico)


Tema: La religión

La novela está relacionada desde varios aspectos con la religión católica ya que se ve reflejada en la época, el lugar, los personajes, el discurso de los personajes, la trama de la novela, intertextos utilizados por el autor.

Temas a desarrollar:

Contexto: El nombre de la rosa abre una puerta a una edad envuelta en misterios y el oscuntarismo, ambiente religioso del siglo XIV. A fines de la edad media la filosofía escolástica había triunfado sobre aquellos ideólogos paganos llegados del mundo Musulmán. Edad media (siglo V y XV). A partir del siglo V la cultura se refugia en los monasterios donde los monjes son los encargados de conservar y transmitir el saber. Esta cultura se caracteriza por la concepción cerrada del saber. En la novela, la abadía posee una biblioteca a la cual Guillermo y Adso no pueden acceder, el saber está oculto.

Lugar: El monasterio o la abadía está construido fuera de la ciudad, se veía a la abadía como reconstrucción de Jerusalén, concebida como unidad arquitectónica, en la que todos los elementos de subordinan a una idea central: el altar que era donde se custodiaba el cuerpo de Cristo análogamente es una de las entradas a la biblioteca donde se custodiaban los libros (el saber) que eran contrarios a la religión. La abadía, lugar apartado, propicio para ocultar una serie de acontecimientos extraños, un lugar que Adso ve “abandonado por Dios”.

Los personajes: Casi la totalidad de los personajes son religiosos pero tienen algún grave pecado que ocultar. Adso es quien cede a sus necesidades carnales por una aldeana pero los monjes debían respetar su voto de castidad. El jorobado, Salvattore, y Remigio en su pasado eran Dulcinitas, creían en la pobreza de Cristo y asesinaban a los ricos para repartir sus bienes entre los pobres. Guillermo era inquisidor, absolvió a un hombre inocente pero luego se retractó y el hombre fue quemado. Jorge, el ciego, es el asesino quien alega que es por conservar la fe. 

El discurso de los personajes: Enfrentamiento ideológico entre Jorge y Guillermo que gira alrededor de un libro (La poética de Aristóteles 2° libro) en el que supuestamente el filosofo habla de la comedia. El personaje de Jorge representa aquí una ortodoxia autoritaria, aferrada al pasado paradigma del “Yo soy el camino, la verdad y la vida” cristiano, enfrentado a Guillermo que personaliza la cultura de la risa, la que cuestiona la ortodoxia el que proclama “Yo busco la verdad” considerando que nada debe ser definitivo y que todo puede ser reinterpretado y contemplado con santo exceptesismo. Hacia el final de la novela Jorge se comerá el libro de Aristóteles enfrentando a Guillermo y rebelara el porque no quiere que se encuentre “La risa mata el temor y sin temor no puede haber fe”. Otros discursos referidos a la religión son: el debate entre franciscanos y emisarios del Papa sobre la pobreza de Cristo. La acusación del inquisidor Bernardo Guri a Salvatore, Remigio y a la mujer pobre, él mata en nombre de Dios con acusaciones falsas. La frase de Salvatore “Penitenciágite” que alude a los Dulcinitas. Las palabras de Remigio cuando está en la hoguera.

La trama de la novela: La abadía es sede del encuentro entre la comitiva papal y un grupo de monjes seguidores de San Francisco de Asís, este es el motivo por el cual Guillermo llega junto a su asistente Adso al lugar (trama secundaria).
Los asesinatos se van dando en una línea apocalíptica, cada día según el texto y el sonido de las siete trompetas de los ángeles. Los días transcurridos en la Abadía desde la llegada de Guillermo son siete, los asesinatos son siete, número relacionado con Dios que significa perfección.


Intertextos: “Lector in fabula” estudiaba sobre la posesión de bienes y pobreza de los apóstoles que se planteó en el siglo XIV, destaca al pensador franciscano Guillermo Ockham, referente histórico que le ayuda a construir su personaje Guillermo Baskerville y determina el marco histórico y la trama de la novela. Libro II de la poética de Aristóteles que desata el enfrentamiento entre Jorge y Guillermo. Fragmentos de todos los libros de la Biblia desde el Génesis hasta el Apocalipsis. 

El matadero

3) Personajes principales: 
Matasiete es símbolo del salvajismo político criticado por el autor. Es grosero; de pocas palabras y mucha acción; violento; ágil en el manejo del hacha, el cuchillo y el caballo, bruto y sin pensamiento propio.
El unitario es el representante de la libertad de ideas, el honor, el valor y la dignidad. Es un joven de 25 años, de gallarda y bien apuesta persona.

4) La Iglesia aparece cuestionada porque se había embanderado tras la causa rosista, era cómplice de la opresión que el gobierno ejercía sobre aquellos que no opinaban  como ellos. En el fragmento leído  , la Iglesia en época de cuaresma ordena junto al gobierno la abstinencia de comer carne aunque esto no es cumplido por los eclesiásticos y por el gobierno.

5) “La perspectiva del  Matadero a la distancia era grotesca…”; esta breve descripción aparece en el fragmento del cuento pero por la descripción de los personajes que allí trabajaban se percibe un ambiente hostil, lleno de brutalidad y vulgaridad.

6) Echeverría expresó el modo en que el sector al que pertenecía veía a unitarios y federales. Así los federales junto con Rosas, su representante, aparecen relacionados con un pensamiento de brutalidad y represión. Los seguidores de Rosas son personas sin pensamiento propio y dueños de una fuerza y violencia descontroladas, una masa manejable por el miedo o el hambre.

7) El unitario muere por defender sus ideales, desde el comienzo del ataque de los federales se mantuvo con una misma idea, a pesar de las torturas recibidas y las humillaciones, siempre fue fiel a sus pensamientos.

8) Echeverría ubicó la acción en una zona marginal de la ciudad, en los límites entre lo urbano y lo rural, y describió el ámbito y sus personajes típicos. Al hacerlo, formalizó una acusación política, ya que en la descripción criticó la brutalidad, el atraso del sistema implantado por Rosas. En El Matadero se muestran las dos posturas antagónicas en que se debatía la sociedad argentina de la época: la del progreso y la del atraso.

9)Características románticas de la obras: 

La literatura romántica, en la Argentina, tomó casi exclusivamente un tinte político; en El Matadero, se critica duramente el sistema político de esa época. En relación con la ideología del movimiento, los autores crearon personajes con características particulares, sus héroes serán generalmente seres perseguidos e incomprendidos; el unitario y su muerte por defender sus ideas sería un ejemplo de los “héroes” creados por este movimiento. Otra característica romántica es la descripción de la realidad, en El Matadero, se realiza una descripción minuciosa y subjetiva de esa realidad.

Jorge Luis Borges
(1899–1986)


El inmortal
(El Aleph (1949)

Solomon saith: There is no new thing upon the earth. So that as Plato had an imagination, that all knowledge was but remembrance; so Solomon given his sentence, that all novelty is but oblivion
Francis Bacon, Essays, lviii


En Londres, a principios del mes de junio de 1929, el anticuario Joseph Cartaphilus, de Esmirna, ofreció a la princesa de Lucinge los seis volúmenes en cuarto menor (1715-1720) de la Iliada de Pope. La princesa los adquirió; al recibirlos, cambió unas palabras con él. Era, nos dice, un hombre consumido y terroso, de ojos grises y barba gris, de rasgos singularmente vagos. Se manejaba con fluidez e ignorancia en diversas lenguas; en muy pocos minutos pasó del francés al inglés y del inglés a una conjunción enigmática de español de Salónica y de portugués de Macao. En octubre, la princesa oyó por un pasajero del Zeus que Cartaphilus había muerto en el mar, al regresar a Esmirna, y que lo habían enterrado en la isla de Ios. En el último tomo de la Iliada halló este manuscrito.
El original esta redactado en inglés y abunda en latinismos. La versión que ofrecemos es literal.
I
Que yo recuerde, mis trabajos empezaron en un jardín de Tebas Hekatómpylos, cuando Diocleciano era emperador. Yo había militado (sin gloria) en las recientes guerras egipcias, yo era tribuno de una legión que estuvo acuartelada en Berenice, frente al Mar Rojo: la fiebre y la magia consumieron a muchos hombres que codiciaban magnánimos el acero. Los mauritanos fueron vencidos; la tierra que antes ocuparon las ciudades rebeldes fue dedicada eternamente a los dioses plutónicos; Alejandría, debelada, imploró en vano la misericordia del César; antes de un año las legiones reportaron el triunfo, pero yo logré apenas divisar el rostro de Marte. Esa privación me dolió y fue tal vez la causa de que yo me arrojara a descubrir, por temerosos y difusos desiertos, la secreta Ciudad de los Inmortales.
Mis trabajos empezaron, he referido, en un jardín de Tebas. Toda esa noche no dormí, pues algo estaba combatiendo en mi corazón. Me levanté poco antes del alba; mis esclavos dormían, la luna tenia el mismo color de la infinita arena. Un jinete rendido y ensangrentado venia del oriente. A unos pasos de mi, rodó del caballo. Con una tenue voz insaciable me preguntó en latín el nombre del río que bañaba los muros de la ciudad. Le respondí que era el Egipto, que alimentan las lluvias. Otro es el río que persigo, replicó tristemente, el río secreto que purifica de la muerte a los hombres. Oscura sangre le manaba del pecho. Me dijo que su patria era una montaña que está del otro lado del Ganges y que en esa montaña era fama que si alguien caminara hasta el occidente, donde se acaba el mundo, llegaría al río cuyas aguas dan la inmortalidad. Agregó que en la margen ulterior se eleva la Ciudad de los Inmortales, rica en baluartes y anfiteatros y templos. Antes de la aurora murió, pero yo determiné descubrir la ciudad y su río. Interrogados por el verdugo, algunos prisioneros mauritanos confirmaron la relación del viajero; alguien recordó la llanura elísea, en el término de la tierra, donde la vida de los hombres es perdurable; alguien, las cumbres donde nace el Pactolo, cuyos moradores viven un siglo. En Roma, conversé con filósofos que sintieron que dilatar la vida de los hombres era dilatar su agonía y multiplicar el número de sus muertes. Ignoro si creí alguna vez en la Ciudad de los Inmortales: pienso que entonces me bastó la tarea de buscarla. Flavio, procónsul de Getulia, me entregó doscientos soldados para la empresa. También recluté mercenarios, que se dijeron conocedores de los caminos y que fueron los primeros en desertar.
Los hechos ulteriores han deformado hasta lo inextricable el recuerdo de nuestras primeras jornadas. Partimos de Arsinoe y entramos en el abrasado desierto. Atravesamos el país de los trogloditas, que devoran serpientes y carecen del comercio de la palabra; el de los garamantas, que tienen las mujeres en común y se nutren de leones; el de los augilas, que sólo veneran el Tártaro. Fatigamos otros desiertos, donde es negra la arena, donde el viajero debe usurpar las horas de la noche, pues el fervor del día es intolerable. De lejos divisé la montaña que dio nombre al Océano; en sus laderas crece el euforbio, que anula los venenos; en la cumbre habitan los sátiros, nación de hombres ferales y rústicos, inclinados a la lujuria. Que esas regiones barbaras, donde la tierra es madre de monstruos, pudieran albergar en su seno una ciudad famosa, a todos nos pareció inconcebible. Proseguimos la marcha, pues hubiera sido una afrenta retroceder. Algunos temerarios durmieron con la cara expuesta a la luna; la fiebre los ardió; en el agua depravada de las cisternas otros bebieron la locura y la muerte. Entonces comenzaron las deserciones; muy poco después, los motines. Para reprimirlos, no vacilé ante el ejercicio de la severidad. Procedí rectamente, pero un centurión me advirtió que los sediciosos (ávidos de vengar la crucifixión de uno de ellos) maquinaban mi muerte. Huí del campamento con los pocos soldados que me eran fieles. En el desierto los perdí, entre los remolinos de arena y la vasta noche. Una flecha cretense me laceró. Varios días erré sin encontrar agua, o un solo enorme día multiplicado por el sol, por la sed y por el temor de la sed. Deje el camino al arbitrio de mi caballo. En el alba, la lejanía se erizó de pirámides y de torres. Insoportablemente soñé con un exiguo y nítido laberinto: en el centro había un cántaro; mis manos casi lo tocaban, mis ojos lo veían, pero tan intrincadas y perplejas eran las curvas que yo sabía que iba a morir antes de alcanzarlo.
II
Al desenredarme por fin de esa pesadilla, me vi tirado y maniatado en un oblongo nicho de piedra, no mayor que una sepultura común, superficialmente excavado en el agrio declive de una montaña. Los lados eran húmedos, antes pulidos por el tiempo que por la industria. Sentí en el pecho un doloroso latido, sentí que me abrazaba la sed. Me asomé y grité débilmente. Al pie de la montaña se dilataba sin rumor un arroyo impuro, entorpecido por escombros y arena; en la opuesta margen resplandecía (bajo el último sol o bajo el primero) la evidente Ciudad de los Inmortales. Vi muros, arcos, frontispicios y foros: el fundamento era una meseta de piedra. Un centenar de nichos irregulares, análogos al mío, surcaban la montaña y el valle. En la arena había pozos de poca hondura; de esos mezquinos agujeros (y de los nichos) emergían hombres de piel gris, de barba negligente, desnudos. Creí reconocerlos: pertenecían a la estirpe bestial de los trogloditas, que infestan las riberas del Golfo Arábigo y las grutas etiópicas; no me maravillé de que no hablaran y de que devoraran serpientes.
La urgencia de la sed me hizo temerario. Consideré que estaba a unos treinta pies de la arena; me tiré, cerrados los ojos, atadas a la espalda las manos, montaña abajo. Hundí la cara ensangrentada en el agua oscura. Bebí como se abrevan los animales. Antes de perderme otra vez en el sueño y en los delirios, inexplicablemente repetí unas palabras griegas: Los ricos teucros de Zelea que beben el agua negra del Esepo...
No sé cuántos días y noches rodaron sobre mi. Doloroso, incapaz de recuperar el abrigo de las cavernas, desnudo en la ignorada arena, dejé que la luna y el sol jugaran con mi aciago destino. Los trogloditas, infantiles en la barbarie, no me ayudaron a sobrevivir o a morir. En vano les rogué que me dieran muerte. Un día, con el filo de un pedernal rompí mis ligaduras. Otro, me levanté y pude mendigar o robar —yo, Marco Flaminio Rufo, tribuno militar de una de las legiones de Roma— mi primera detestada ración de carne de serpiente.
La codicia de ver a los Inmortales, de tocar la sobrehumana Ciudad, casi me vedaba dormir. Como si penetraran mi propósito, no dormían tampoco los trogloditas: al principio inferí que me vigilaban; luego, que se habían contagiado de mi inquietud, como podrían contagiarse los perros. Para alejarme de la bárbara aldea elegí la más pública de las horas, la declinación de la tarde, cuando casi todos los hombres emergen de las grietas y de los pozos y miran el poniente, sin verlo. Oré en voz alta, menos para suplicar el favor divino que para intimidar a la tribu con palabras articuladas. Atravesé el arroyo que los médanos entorpecen y me dirigí a la Ciudad. Confusamente me siguieron dos o tres hombres. Eran (como los otros de ese linaje) de menguada estatura; no inspiraban temor, sino repulsión. Debí rodear algunas hondonadas irregulares que me parecieron canteras; ofuscado por la grandeza de la Ciudad, yo la había creído cercana. Hacia la medianoche, pisé, erizada de formas idólatras en la arena amarilla, la negra sombra de sus muros. Me detuvo una especie de horror sagrado. Tan abominadas del hombre son la novedad y el desierto que me alegré de que uno de los trogloditas me hubiera acompañado hasta el fin. Cerré los ojos y aguardé (sin dormir) que relumbrara el día.
He dicho que la Ciudad estaba fundada sobre una meseta de piedra. Esta meseta comparable a un acantilado no era menos ardua que los muros. En vano fatigué mis pasos: el negro basamento no descubría la menor irregularidad, los muros invariables no parecían consentir una sola puerta. La fuerza del día hizo que yo me refugiara en una caverna; en el fondo había un pozo, en el pozo una escalera que se abismaba hacia la tiniebla inferior. Bajé; por un caos de sórdidas galerías llegué a una vasta cámara circular, apenas visible. Había nueve puertas en aquel sótano; ocho daban a un laberinto que falazmente desembocaba en la misma cámara; la novena (a través de otro laberinto) daba a una segunda cámara circular, igual a la primera. Ignoro el número total de las cámaras; mi desventura y mi ansiedad las multiplicaron. El silencio era hostil y casi perfecto; otro rumor no había en esas profundas redes de piedra que un viento subterráneo, cuya causa no descubrí; sin ruido se perdían entre las grietas hilos de agua herrumbrada. Horriblemente me habitué a ese dudoso mundo; consideré increíble que pudiera existir otra cosa que sótanos provistos de nueve puertas y que sótanos largos que se bifurcan. Ignoro el tiempo que debí caminar bajo tierra; sé que alguna vez confundí, en la misma nostalgia, la atroz aldea de los bárbaros y mi ciudad natal, entre los racimos.
En el fondo de un corredor, un no previsto muro me cerró el paso, una remota luz cayó sobre mi. Alcé los ofuscados ojos: en lo vertiginoso, en lo altísimo, vi un circulo de cielo tan azul que pudo parecerme de púrpura. Unos peldaños de metal escalaban el muro. La fatiga me relajaba, pero subí, sólo deteniéndome a veces para torpemente sollozar de felicidad. Fui divisando capiteles y astrágalos, frontones triangulares y bóvedas, confusas pompas del granito y del mármol. Así me fue deparado ascender de la ciega región de negros laberintos entretejidos a la resplandeciente Ciudad.
Emergí a una suerte de plazoleta; mejor dicho, de patio. Lo rodeaba un solo edificio de forma irregular y altura variable; a ese edificio heterogéneo pertenecían las diversas cúpulas y columnas. Antes que ningún otro rasgo de ese monumento increíble, me suspendió lo antiquísimo de su fabrica. Sentí que era anterior a los hombres, anterior a la tierra. Esa notoria antigüedad (aunque terrible de algún modo para los ojos) me pareció adecuada al trabajo de obreros inmortales. Cautelosamente al principio, con indiferencia después, con desesperación al fin, erré por escaleras y pavimentos del inextricable palacio. (Después averigüé que eran inconstantes la extensión y la altura de los peldaños, hecho que me hizo comprender la singular fatiga que me infundieron.) Este palacio es fabrica de los dioses, pensé primeramente. Exploré los inhabitados recintos y corregí: Los dioses que lo edificaron han muerto. Noté sus peculiaridades y dije: Los dioses que lo edificaron estaban locos. Lo dije, bien lo sé, con una incomprensible reprobación que era casi un remordimiento, con mas horror intelectual que miedo sensible. A la impresión de enorme antigüedad se agregaron otras; la de lo interminable, la de lo atroz, la de lo complejamente insensato. Yo había cruzado un laberinto, pero la nítida Ciudad de los Inmortales me atemorizó y repugnó. Un laberinto es una casa labrada para confundir a los hombres; su arquitectura, pródiga en simetrías, esta subordinada a ese fin. En el palacio que imperfectamente exploré, la arquitectura carecía de fin. Abundaban el corredor sin salida, la alta ventana inalcanzable, la aparatosa puerta que daba a una celda o a un pozo, las increíbles escaleras inversas, con los peldaños y la balaustrada hacia abajo. Otras, adheridas aéreamente al costado de un muro monumental, morían sin llegar a ninguna parte, al cabo de dos o tres giros, en la tiniebla superior de las cúpulas. Ignoro si todos los ejemplos que he enumerado son literales; sé que durante muchos años infestaron mis pesadillas; no puedo ya saber si tal o cual rasgo es una transcripción de la realidad o de las formas que desatinaron mis noches. Esta Ciudad (pensé) es tan horrible que su mera existencia y perduración, aunque en el centro de un desierto secreto, contamina el pasado y el porvenir y de algún modo compromete a los astros. Mientras perdure, nadie en el mundo podrá ser valeroso o feliz. No quiero describirla; un caos de palabras heterogéneas, un cuerpo de tigre o de toro, en el que pulularan monstruosamente, conjugados y odiandose, dientes, órganos y cabezas, pueden (tal vez) ser imágenes aproximativas.
No recuerdo las etapas de mi regreso, entre los polvorientos y húmedos hipogeos. Únicamente sé que no me abandonaba el temor de que, al salir del último laberinto, me rodeara otra vez la nefanda Ciudad de los Inmortales. Nada más puedo recordar. Ese olvido, ahora insuperable, fue quizá voluntario; quizá las circunstancias de mi evasión fueron tan ingratas que, en algún día no menos olvidado también, he jurado olvidarlas.
III
Quienes hayan leído con atención el relato de mis trabajos recordaran que un hombre de la tribu me siguió como un perro podía seguirme, hasta la sombra irregular de los muros. Cuando salí del último sótano, lo encontré en la boca de la caverna. Estaba tirado en la arena, donde trazaba torpemente y borraba una hilera de signos que eran como las letras de los sueños, que uno está a punto de entender y luego se juntan. Al principio, creí que se trataba de una escritura bárbara; después vi que es absurdo imaginar que hombres que no llegaron a la palabra lleguen a la escritura. Además, ninguna de las formas era igual a otra, lo cual excluía o alejaba la posibilidad de que fueran simbólicas. El hombre las trazaba, las miraba y las corregía. De golpe, como si le fastidiara ese juego, las borró con la palma y el antebrazo. Me miró, no pareció reconocerme. Sin embargo, tan grande era el alivio que me inundaba (o tan grande y medrosa mi soledad) que di en pensar que ese rudimental troglodita, que me miraba desde el suelo de la caverna, había estado esperandome. El sol caldeaba la llanura; cuando emprendimos el regreso a la aldea, bajo las primeras estrellas, la arena era ardorosa bajo los pies. El troglodita me precedió; esa noche concebí el propósito de enseñarle a reconocer, y acaso a repetir, algunas palabras. El perro y el caballo (reflexioné) son capaces de lo primero; muchas aves, como el ruiseñor de los Césares, de lo último. Por muy basto que fuera el entendimiento de un hombre, siempre sería superior al de irracionales.
La humildad y miseria del troglodita me trajeron a la memoria la imagen de Argos, el viejo perro moribundo de la Odisea. Y así le puse el nombre de Argos y traté de enseñárselo. Fracasé y volví a fracasar. Los arbitrios, el rigor y la obstinación fueron del todo vanos. Inmóvil, con los ojos inertes, no parecía percibir los sonidos que yo procuraba inculcarle. A unos pasos de mí, era como si estuviera muy lejos. Echado en la arena, como una pequeña y ruinosa esfinge de lava, dejaba que sobre él giraran los cielos, desde el crepúsculo del día hasta el de la noche. Juzgué imposible que no se percatara de mi propósito. Recordé que es fama entre los etíopes que los monos deliberadamente no hablan para que no los obliguen a trabajar y atribuí a suspicacia o a temor el silencio de Argos. De esa imaginación pasé a otras, aún mas extravagantes. Pensé que Argos y yo participábamos de universos distintos; pensé que nuestras percepciones eran iguales, pero que Argos las combinaba de otra manera y construía con ellas otros objetos; pensé que acaso no había objetos para él, sino un vertiginoso y continuo juego de impresiones brevísimas. Pensé en un mundo sin memoria, sin tiempo; consideré la posibilidad de un lenguaje que ignorara los sustantivos, un lenguaje de verbos impersonales o de indeclinables epítetos. Así fueron muriendo los días y con los días los años, pero algo parecido a la felicidad ocurrió una mañana. Llovió, con lentitud poderosa.
Las noches del desierto pueden ser frías, pero aquélla había sido un fuego. Soñé que un río de Tesalia (a cuyas aguas yo había restituido un pez de oro) venia a rescatarme; sobre la roja arena y la negra piedra yo lo oía acercarse; la frescura del aire y el rumor atareado de la lluvia me despertaron. Corrí desnudo a recibirla. Declinaba la noche: bajo las nubes amarillas la tribu, no menos dichosa que yo, se ofrecía a los vívidos aguaceros en una especie de éxtasis. Parecían coribantes a quienes posee la divinidad. Argos, puestos los ojos en la esfera, gemía; raudales le rodaban por la cara; no sólo de agua, sino (después lo supe) de lagrimas. Argos, le grité, Argos.
Entonces, con mansa admiración, como si descubriera una cosa perdida y olvidada hace mucho tiempo, Argos balbuceó estas palabras: Argos, perro de Ulises. Y después, también sin mirarme: Este perro tirado en el estiércol.
Fácilmente aceptamos la realidad, acaso porque intuimos que nada es real. Le pregunté qué sabia de la Odisea. La practica del griego le era penosa; tuve que repetir la pregunta.
Muy poco, dijo. Menos que el rapsoda más pobre. Ya habrán pasado mil cien años desde que la inventé.
IV
Todo me fue dilucidado, aquel día. Los trogloditas eran los Inmortales; el riacho de aguas arenosas, el río que buscaba el jinete. En cuanto a la ciudad cuyo renombre se había dilatado hasta el Ganges, nueve siglos hacía que los Inmortales la habían asolado. Con las reliquias de su ruina erigieron, en el mismo lugar, la desatinada ciudad que yo recorrí: suerte de parodia o reverso y también templo de los dioses irracionales que manejan el mundo y de los que nada sabemos, salvo que no se parecen al hombre. Aquella fundación fue el último símbolo a que condescendieron los Inmortales; marca una etapa en que, juzgando que toda empresa es vana, determinaron vivir en el pensamiento, en la pura especulación. Erigieron la fabrica, la olvidaron y fueron a morar en las cuevas. Absortos, casi no percibían el mundo físico.
Esas cosas Homero las refirió, como quien habla con un niño. También me refirió su vejez y el postrer viaje que emprendió, movido, como Ulises, por el propósito de llegar a los hombres que no saben lo que es el mar ni comen carne sazonada con sal ni sospechan lo que es un remo. Habitó un siglo en la Ciudad de los Inmortales. Cuando la derribaron, aconsejó la fundación de la otra. Ello no debe sorprendemos; es fama que después de cantar la guerra de Ilión, cantó la guerra de las ranas y los ratones. Fue como un dios que creara el cosmos y luego el caos.
Ser inmortal es baladí; menos el hombre, todas las criaturas lo son, pues ignoran la muerte; lo divino, lo terrible, lo incomprensible, es saberse inmortal. He notado que, pese a las religiones, esa convicción es rarísima. Israelitas, cristianos y musulmanes profesan la inmortalidad, pero la veneración que tributan al primer siglo prueba que sólo creen en él, ya que destinan todos los demás, en número infinito, a premiarlo o a castigarlo. Más razonable me parece la rueda de ciertas religiones del Indostán; en esa rueda, que no tiene principio ni fin, cada vida es efecto de la anterior y engendra la siguiente; pero ninguna determina el conjunto... Adoctrinada por un ejercicio de siglos, la república de hombres inmortales había logrado la perfección de la tolerancia y casi del desdén. Sabia que en un plazo infinito le ocurren a todo hombre todas las cosas. Por sus pasadas o futuras virtudes todo hombre es acreedor a toda bondad, pero también a toda traición, por sus infamias del pasado o del porvenir. Así como en los juegos de azar las cifras pares y las cifras impares tienden al equilibrio, así también se anulan y se corrigen el ingenio y la estolidez, y acaso el rústico poema del Cid es el contrapeso exigido por un solo epíteto de las Églogas o por una sentencia de Herálito. El pensamiento mas fugaz obedece a un dibujo invisible y puede coronar, o inaugurar, una forma secreta. Sé de quienes obraban el mal para que en los siglos futuros resultara el bien, o hubiera resultado en los ya pretéritos... Encarados así, todos nuestros actos son justos, pero también son indiferentes. No hay méritos morales o intelectuales. Homero compuso la Odisea; postulado un plazo infinito, con infinitas circunstancias y cambios, lo imposible es no componer, siquiera una vez, la Odisea. Nadie es alguien, un solo hombre inmortal es todos los hombres. Como Cornelio Agrippa, soy dios, soy héroe, soy filósofo, soy demonio y soy mundo, lo cual es una fatigosa manera de decir que no soy.
El concepto del mundo como sistema de precisas compensaciones influyó vastamente en los Inmortales. En primer término, los hizo invulnerables a la piedad. He mencionado las antiguas canteras que rompían los campos de la otra margen; un hombre se despeñó en la mas honda; no podía lastimarse ni morir, pero lo abrasaba la sed; antes que le arrojaran una cuerda pasaron setenta años. Tampoco interesaba el propio destino. El cuerpo era un sumiso animal doméstico y le bastaba, cada mes, la limosna de unas horas de sueño, de un poco de agua y de una piltrafa de carne. Que nadie quiera rebajarnos a ascetas. No hay placer mas complejo que el pensamiento y a él nos entregábamos. A veces, un estímulo extraordinario nos restituía al mundo físico. Por ejemplo, aquella mañana, el viejo goce elemental de la lluvia. Esos lapsos eran rarísimos; todos los Inmortales eran capaces de perfecta quietud; recuerdo alguno a quien jamas he visto de pie: un pájaro anidaba en su pecho.
Entre los corolarios de la doctrina de que no hay cosa que no esté compensada por otra, hay uno de muy poca importancia teórica, pero que nos indujo, a fines o a principios del siglo X, a dispersarnos por la faz de la tierra. Cabe en estas palabras: Existe un río cuyas aguas dan la inmortalidad; en alguna región habrá otro río cuyas aguas la borren. El número de ríos no es infinito; un viajero inmortal que recorra el mundo acabará, algún día, por haber bebido de todos. Nos propusimos descubrir ese río.
La muerte (o su alusión) hace preciosos y patéticos a los hombres. Estos se conmueven por su condición de fantasmas; cada acto que ejecutan puede ser último; no hay rostro que no esté por desdibujarse como el rostro de un sueño. Todo, entre los mortales, tiene el valor de lo irrecuperable y de lo azaroso. Entre los lnmortales, en cambio, cada acto (y cada pensamiento) es el eco de otros que en el pasado lo antecedieron, sin principio visible, o el fiel presagio de otros que en el futuro lo repetirán hasta el vértigo. No hay cosa que no esté como perdida entre infatigables espejos. Nada puede ocurrir una sola vez, nada es preciosamente precario. Lo elegiaco, lo grave, lo ceremonial, no rigen para los Inmortales. Homero y yo nos separamos en las puertas de Tánger; creo que no nos dijimos adiós.
V
Recorrí nuevos reinos, nuevos imperios. En el otoño de 1066 milité en el puente de Stamford, ya no recuerdo si en las filas de Harold, que no tardó en hallar su destino, o en las de aquel infausto Harald Hardrada que conquistó seis pies de tierra inglesa, o un poco más. En el séptimo siglo de la Héjira, en el arrabal de Bulaq, transcribí con pausada caligrafía, en un idioma que he olvidado, en un alfabeto que ignoro, los siete viajes de Simbad y la historia de la Ciudad de Bronce. En un patio de la cárcel de Samarcanda he jugado muchísimo al ajedrez. En Bikanir he profesado la astrología y también en Bohemia. En 1038 estuve en Kolozsvar y después en Leipzig. En Aberdeen, en 1714, me suscribí a los seis volúmenes de la Iliada de Pope; sé que los frecuenté con deleite. Hacia 1729 discutí e1 origen de ese poema con un profesor de retórica, llamado, creo, Giambattista; sus razones me parecieron irrefutables. El cuatro de octubre de 1921, el Patna, que me conducía a Bombay, tuvo que fondear en un puerto de la costa eritrea[1]. Bajé; recordé otras mañanas muy antiguas, también frente al Mar Rojo; cuando yo era tribuno de Roma y la fiebre y la magia y la inacción consumían a los soldados. En las afueras vi un caudal de agua clara; la probé, movido por la costumbre. Al repechar la margen, un árbol espinoso me laceró el dorso de la mano. El inusitado dolor me pareció muy vivo. Incrédulo, silencioso y feliz, contemplé la preciosa formación de una lenta gota de sangre. De nuevo soy mortal, me repetí, de nuevo me parezco a todos los hombres. Esa noche, dormí hasta el amanecer.
...He revisado, al cabo de un año, estas paginas. Me consta que se ajustan a la verdad, pero en los primeros capítulos, y aun en ciertos párrafos de los otros, creo percibir algo falso. Ello es obra, tal vez, del abuso de rasgos circunstanciales, procedimiento que aprendí de los poetas y que todo lo contamina de falsedad, ya que esos rasgos pueden abundar en los hechos, pero no en su memoria... Creo, sin embargo, haber descubierto una razón mas íntima. La escribiré; no importa que me juzguen fantástico.
La historia que he narrado parece irreal porque en ella se mezclan los sucesos de dos hombres distintos. En el primer capítulo, el jinete quiere saber el nombre del río que baña las murallas de Tebas; Flaminio Rufo, que antes ha dado a la ciudad el epíteto de Hekatómpylos, dice que el río es el Egipto; ninguna de esas locuciones es adecuada a él, sino a Homero, que hace mención expresa, en la Ilíada, de Tebas Hekatómpylos, y en la Odisea, por boca de Proteo y de Ulises, dice invariablemente Egipto por Nilo. En el capítulo segundo, el romano, al beber el agua inmortal, pronuncia unas palabras en griego; esas palabras son homéricas y pueden buscarse en el fin del famoso catalogo de las naves. Después, en el vertiginoso palacio, habla de «una reprobación que era casi un remordimiento»; esas palabras corresponden a Homero, que había proyectado ese horror. Tales anomalías me inquietaron; otras, de orden estético, me permitieron descubrir la verdad. El último capitulo las incluye; ahí esta escrito que milité en el puente de Stamford, que transcribí, en Bulaq, los viajes de Simbad el Marino y que me suscribí, en Aberdeen, a la Ilíada inglesa de Pope. Se lee, inter alia: «En Bikanir he profesado la astrología y también en Bohemia». Ninguno de esos testimonios es falso; lo significativo es el hecho de haberlos destacado. El primero de todos parece convenir a un hombre de guerra, pero luego se advierte que el narrador no repara en lo bélico y sí en la suerte de los hombres. Los que siguen son mas curiosos. Una oscura razón elemental me obligó a registrarlos; lo hice porque sabía que eran patéticos. No lo son, dichos por el romano Flaminio Rufo. Lo son, dichos por Homero; es raro que éste copie, en el siglo trece las aventuras de Simbad, de otro Ulises. y descubra a la vuelta de muchos siglos, en un reino boreal y un idioma bárbaro, las formas de su Ilíada. En cuanto a la oración que recoge el nombre de Bikanir, se ve que la ha fabricado un hombre de letras, ganoso (como el autor del catálogo de las naves) de mostrar vocablos espléndidos[2].
Cuando se acerca el fin, ya no quedan imágenes del recuerdo; sólo quedan palabras. No es extraño que el tiempo haya confundido las que alguna vez me representaron con las que fueron símbolos de la suerte de quien me acompañó tantos siglos. Yo he sido Homero; en breve, seré Nadie, como Ulises; en breve, seré todos: estaré muerto.

Posdata de 1950. Entre los comentarios que ha despertado la publicación anterior, el mas curioso, ya que no el mas urbano, bíblicamente se titula A coat of many colours (Manchester, 1948) y es obra de la tenacísima pluma del doctor Nahum Cordovero. Abarca unas cien paginas. Habla de los centones griegos, de los centones de la baja latinidad, de Ben Jonson, que definió a sus contemporáneos con retazos de Séneca, del Virgilius evangelizans de Alexander Ross, de los artificios de George Moore y de Eliot y, finalmente, de “la narración atribuida al anticuario Joseph Cartaphilus”. Denuncia, en el primer capitulo, breves interpolaciones de Plinio (Historia naturalis, V, 8); en el segundo, de Thomas de Quincey (Writings, III, 439); en el tercero, de una epístola de Descartes al embajador Pierre Chanut; en el cuarto, de Bernard Shaw (Back to Methuselah, V). Infiere de esas intrusiones, o hurtos, que todo el documento es apócrifo.
A mi entender, la conclusión es inadmisible. Cuando se acerca el fin, escribió Cartaphilus, ya no quedan imágenes del recuerdo; solo quedan palabras. Palabras, palabras desplazadas y mutiladas, palabras de otros, fue la pobre limosna que le dejaron las horas y los siglos.

A Cecilia Ingenieros

[1] Hay una tachadura en el manuscrito: quizá el nombre del puerto ha sido borrado.

[2] Ernesto Sábato sugiere que el “Giambattista” que discutió la formación de la llíada con el anticuario Cartaphilus es Giambattista Vico; ese italiano defendía que Homero es un personaje simbólico, a la manera de Plutón o de Aquiles.



Esquema del relato
El cuento está concebido según la estructura en abismo, es decir, con distintos niveles narrativos (un relato dentro de otro). Tres niveles lo componen:
En el primero, un narrador describe el proceso mediante el cual se encuentra un manuscrito. 
El segundo nivel es la transcripción, contada en primera persona por el narrador-protagonista. 
En el tercero, otro narrador que lee el manuscrito refuta una teoría que proclama su falsedad.
 Argumento
El primer narrador cuenta que la historia fue hallada en un manuscrito, dentro de un ejemplar de la traducción de la Ilíada de Pope, que Cartaphilus le ofrece a una princesa en 1929.
La historia es contada en primera persona por el protagonista, Marco Flaminio Rufo, un romano que sale en busca de un río que da la inmortalidad a quien bebe de él, motivado por la historia que un jinete desconocido le remite antes de morir. Secundado por doscientos soldados y algunos mercenarios, emprende el viaje. Varios días después de perderlos en el desierto, encuentra un río de agua arenosa del que bebe sin saber que ése era el río que buscaba, y que los trogloditas que vivían cerca de él eran los inmortales.
Después de atravesar un casi interminable laberinto subterráneo, emerge a la Ciudad de los inmortales. A diferencia de éste, que su arquitectura respeta las simetrías, la ciudad era una caótica construcción carente de sentido. Cuando consigue salir, descubre que afuera lo esperaba uno de los trogloditas, al que llamó Argos (el perro de Ulises, en la Odisea ). Después, este mismo le confiesa que era Homero (el autor de esa obra).
Marco Flaminio Rufo descubre que la inmortalidad es una especie de condena. La muerte da sentido a cada acto ante la posibilidad de ser el último; la inmortalidad se lo quita. En el siglo X, los inmortales se dispersan en busca del río que los libere de su condición; el 4 de octubre de 1921, en el norte de África, lo encuentra y descubre que es posible curar su maldición con esas aguas.